miércoles, 13 de enero de 2016

Bolaño y sus diálogos

Uno de los temas frecuentes en el taller es el hecho de escribir buenos diálogos. Cualquier lector se da cuenta de cuándo un diálogo es producto de la realidad (una charla que escuchamos en un bar o en un boliche) y cuándo es robado de la literatura. Estos últimos, los que quedan grabados
de nuestras lecturas, que editamos un poquito y los mandamos así como si nada en nuestros textos, son el error típico de cualquier escritor principiante. Entonces aparecen en boca de personajes palabras como "aquí", "pues" (en un argentino), "ápice" (siendo que el personaje en cuestión no es intelectual), y expresiones en donde aparece el "tú" en vez del "vos", o el "vosotros" en vez del "ustedes". Otras veces, el tono de voz del narrador de la historia no se distingue del tono de los personajes, dando la sensación de que todos los que hablan son la misma persona.
En estos días de vacaciones estoy leyendo 2666, de Bolaño, y cada dos por tres me encuentro con diálogos espectaculares. Es curioso lo que hace: resulta muy difícil encontrar en su literatura un diálogo que conste de una sucesión de oracimages (1)iones precedidas por el guión medio (-), en donde se intercalan los mensajes de los personajes. No. Él prefiere darle una vuelta de tuerca más, cambiar esa estructura estándar, escribiendo todo con puntos y seguido, no aclarando quién dice la frase, mezclando pensamientos con voces, con palabras del narrador, o contando la cantidad de veces que se pronuncia una determinada palabra, jugando con la elipsis.
Transcribo dos de los diálogos que vengo encontrando.
1) Páginas 61-62:
(Una conversación telefónica entre dos críticos literarios: Pelletier, que vive en París, y Espinoza, que vive en Madrid. Liz Norton, nombrada, es otra crítica literaria que vive en Londres. Los tres están envueltos en un triángulo amoroso).
La primera conversación telefónica, la que hizo Pelletier, empezó de manera difícil, aunque Espinoza esperaba esa llamada, como si a ambos les costara decirse lo que tarde o temprano iban a tener que decirse. Los veinte minutos iniciales tuvieron un tono trágico en donde la palabra destino se empleó diez veces y la palabra amistad veinticuatro. El nombre de Liz Norton se pronunció cincuenta veces, nueve de ellas en vano. La palabra París se dijo en siete ocasiones. Madrid, en ocho. La palabra amor se pronunció dos veces, una cada uno. La palabra horror se pronunció en seis ocasiones y la palabra felicidad en una (la empleó Espinoza). La palabra resolución se dijo en doce ocasiones. La palabra solipismo en siete. La palabra eufemismo en diez. La palabra categoría, en singular y en plural, en nueve. La palabra estructuralismo en una (Pelletier). El término literatura norteamericana en tres. Las palabras cena y cenamos y desayuno y sándwich en diecinueve. La palabra ojos y manos y cabellera en catorce. Después la conversación se hizo más fluida. Pelletier le contó un chiste en alemán a Espinoza y éste se rió. Espinoza le contó un chiste en alemán a Pelletier y éste también se rió. De hecho, ambos se reían envueltos en las ondas o lo que fuera que unía sus voces y sus oídos a través de los campos oscuros y del viento y de las nieves pirenaicas y ríos y carreteras solitarias y los respectivos e interminables suburbios que rodean París y Madrid.
2) Páginas 266-270:
(Conversación de Amalfitano, un profesor de filosofía que se está volviendo loco, con una voz).
Pero la voz volvió y esta vez le dijo, le suplicó, que se comportara como un hombre y no como un maricón. ¿Maricón?, dijo Amalfitano. Sí, maricón, marica, puto, dijo la voz. Ho-mo-se-xual, dijo la voz. Acto seguido le preguntó si por casualidad él no era uno de esos. ¿De cuáles?, dijo Amalfitano, aterrado. Un ho-mo-se-xual, dijo la voz. Y antes de que Amalfitano respondiera se apresuró a aclarar que hablaba en sentido figurado, que nada tenía contra los maricones o putos, más bien al contrario, por algunos poetas que habían profesado esa inclinación erótica sentía una admiración sin límites, para no hablar de algunos pintores o de algunos funcionarios. ¿De algunos funcionarios?, dijo Amalfitano. Sí, sí, sí, dijo la voz, funcionarios muy jóvenes y que vivieron poco tiempo. Gente que maculó papeles oficiales con lágrimas inconscientes. Muertos por su propia mano. Luego la voz se quedó en silencio y Amalfitano se quedó sentado en su estudio. Mucho más tarde, un cuarto de hora tal vez, o tal vez a la noche siguiente, la voz dijo: supongamos que soy tu abuelo, el padre de tu padre, y supongamos que como tal puedo hacerte una pregunta de carácter personal. Tú puedes responderme, si quieres, o no hacerlo, pero yo puedo hacerte la pregunta. ¿Mi abuelo?, dijo Amalfitano. Sí, tu abuelito, el nono, dijo la voz. Y la pregunta es: ¿eres un puto, vas a salir huyendo de esta habitación, eres un ho-mo-se-xual, vas a ir a despertar a tu hija? No, dijo Amalfitano. Escucho. Dí lo que tengas que decirme.Y la voz dijo: ¿lo eres?, ¿lo eres?, y Amalfitano dijo no y además negó con la cabeza. No voy a salir corriendo. No será mi espalda ni la suela de mis zapatos lo último que de mí veas, si es que ves. Y la voz dijo: ver, ver, lo que se dice ver, pues francamente no. O no mucho. Ya bastante chamba tengo con mantenerme aquí. ¿Dónde?, dijo Amalfitano. En tu casa, supongo, dijo la voz. Esta es mi casa, dijo Amalfitano. Sí, lo comprendo, dijo la voz, pero procuremos relajarnos. Estoy relajado, dijo Amalfitano, estoy en mi casa. Y pensó: ¿por qué me recomienda relajarme? Y la voz dijo: yo creo que hoy empieza una larga y espero que satisfactoria relación. Pero para eso es menester mantenerse en calma, sólo la calma es incapaz de traicionarnos. Y Amalfitano dijo: ¿todo lo demás nos traiciona? Y la voz: sí, en efecto, sí, es duro admitirlo, quiero decir, es duro tener que admitirlo ante ti, pero esa es la puritita verdad. ¿La ética nos traiciona? ¿El sentido del deber nos traiciona? ¿La honestidad nos traiciona? ¿La curiosidad nos traiciona? ¿El amor nos traiciona? ¿El valor nos traiciona? ¿El arte nos traiciona? Pues sí, dijo la voz, todo, todo nos traiciona, o te traiciona a ti, que es otra cosa pero que para el caso es lo mismo, menos la calma, sólo la calma no nos traiciona, lo que tampoco, permite que te lo reconozca. Es ninguna garantía. No, dijo Amalfitano, el valor no nos traiciona jamás. Y el amor a los hijos tampoco. ¿Ah, no?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano, sintiéndose de pronto en calma.Y luego, en susurros, como todo lo que hasta entonces había dicho, preguntó si calma era, en este caso, antónimo de locura. Y la voz le dijo: no, de ninguna manera, si lo que tienes es miedo a volverte loco, despreocúpate, no te estás volviendo loco, sólo estás manteniendo una plática informal. Así que no me estoy volviendo loco, dijo Amalfitano. No, en absoluto, dijo la voz. Así que tú eres mi abuelo, dijo Amalfitano. El tata, dijo la voz. Así que todo nos traiciona, incluida la curiosidad y la honestidad y lo que bien amamos. Sí, dijo la voz, pero consuélate, en el fondo es divertido.No hay amistad, dijo la voz, no hay amor, no hay épica, no hay poesía lírica que no sea un gorgoteo o un gorjeo de egoístas, trino de tramposos, borbollón de traidores, burbujeo de arribistas, gorgorito de maricones. ¿Pero tú que tienes, susurró Amalfitano, contra los homosexuales? Nada, dijo la voz. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. ¿Estamos en Santa Teresa?, dijo la voz. ¿Es esta ciudad parte, y no poco destacable, del estado de Sonora? Sí, dijo Amalfitano. Pues ahí tienes, dijo la voz. Una cosa es ser arribista, digo, por poner un ejemplo, dijo Amalfitano mesándose los cabellos como en cámara lenta, y otra muy distinta ser maricón. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. Hablo para que tú me entiendas. Hablo como si yo estuviera, y tú estuvieras detrás de mí, en el taller de un pintor ho-mo-se-xual. Hablo desde un taller en donde el caos es sólo una máscara o una leve fetidez de anestesia. Hablo desde un taller con las luces apagadas en donde el nervio de la voluntad se desprende del resto del cuerpo como la lengua de la serpiente se desprende del cuerpo y repta, automutilada, por entre la basura. Hablo desde las cosas sencillas de la vida. ¿Tú enseñas filosofía?, dijo la voz. ¿Tú enseñas Witgesttein?, dijo la voz. ¿Y te has preguntado si tu mano es una mano?, dijo la voz. Me lo he preguntado, dijo Amalfitano. Pero ahora tienes cosas más importantes que preguntarte, ¿me equivoco?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano. Por ejemplo, ¿por qué no acercarte a un vivero y comprar semillas y plantas y puede que hasta un pequeño arbolito para plantar en medio de tu jardín trasero?, dijo la voz. Sí, dijo Amalfitano. He pensado en mi posible y factible jardín y en las plantas que necesito comprar y en las herramientas para llevarlo a cabo. Y también has pensado en tu hija, dijo la voz, y en los asesinatos que se cometen a diario en esta ciudad, y en las mariconas nubes de Baudelaire (perdón), pero no has pensado seriamente si tu mano realmente es una mano. No es cierto, dijo Amalfitano, lo he pensado, lo he pensado. Si lo hubieras pensado, dijo la voz, otro pájaro te cantaría. Y Amalfitano se quedó en silencio y sintió que el silencio era una suerte de eugenesia. Miró la hora en su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Oyó que alguien ponía en marcha el motor de un coche. El coche tardaba en arrancar. Se levantó y se asomó a la ventana. Los coches estacionados enfrente de su casa estaban vacíos. Miró hacia atrás y luego puso la mano en el pomo de la cerradura. La voz dijo: cuidado, pero lo dijo como si se encontrara muy lejos, en el fondo de un barranco, en donde asomaban trozos de piedras volcánicas, riolitas, andesitas, vetas de plata y vetas de oro, charcos petrificados cubiertos de minúsculos huevecillos, mientras en el cielo morado como la piel de una india muerta a palos sobrevolaban ratoneros de cola roja. Amalfitano salió al porche. A la izquierda, a unos diez metros de su casa, un coche negro encendió los faros y se puso en marcha. Al pasar delante del jardín el chofer se inclinó y contempló a Amalfitano sin detenerse. Era un tipo gordo y de pelo muy negro, vestido con un traje barato y sin cortaba. Cuando desapareció, Amalfitano volvió a la casa. Mala pinta, dijo la voz, no bien franqueó la puerta de entrada. Y después: tienes que tener cuidado, camarada, me parece que aquí las cosas están al rojo vivo.¿Y tú quién eres y cómo has llegado aquí?, dijo Amalfitano. No tiene sentido explicarte eso, dijo la voz. ¿No tiene sentido?, dijo Amalfitano riéndose en susurros, como una mosca. No tiene sentido, dijo la voz. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dijo Amalfitano. Hazla, dijo la voz. ¿De verdad eres el fantasma de mi abuelo? Mira con lo que me sales, dijo la voz. Por supuesto que no, soy el espíritu de tu padre. El de tu abuelo te ha olvidado. Pero yo soy tu padre y no te olvidaré jamás. ¿Lo entiendes? Sí, dijo Amalfitano. ¿Entiendes que de mí no tienes nada que temer? Sí, dijo Amalfitano. Ponte a hacer algo útil y luego revisa que todas las puertas y ventanas estén perfectamente cerradas y vete a dormir. ¿Algo útil como qué?, dijo Amalfitano. Por ejemplo, lava los platos, dijo la voz. Y Amalfitano encendió un cigarrillo y se puso a hacer lo que la voz le había sugerido. Tú lavas y yo hablo, dijo la voz. Todo está en calma, dijo la voz. No hay beligerancia entre tú y yo, el dolor de cabeza sí lo tienes, el zumbido de los oídos, el pulso acelerado, la taquicardia, pronto se irán, dijo la voz. Te calmarás, pensarás y te calmarás, dijo la voz, mientras haces algo de utilidad para tu hija y para ti. Comprendido, susurró Amalfitano. Bien, dijo la voz, esto es como una endoscopia, pero indolora. Entendido, susurró Amalfitano. Y lavó los platos y la olla con restos de pasta y salsa de tomate y los tenedores y los vasos y la cocina y la mesa donde habían comido, fumando un cigarrillo tras otro y también bebiendo de vez en cuando sorbitos de agua directamente de la llave. Y a las cinco de la mañana sacó la ropa sucia del cesto de ropa sucia del baño y luego salió al jardín trasero y metió la ropa en la lavadora y marcó el programa de lavado normal y miró el libro de Dieste que colgaba inmóvil y luego volvió a la sala y sus ojos buscaron como los ojos de un adicto algo más que limpiar u ordenar o lavar, pero no encontró nada y se quedó sentado, susurrando sí o no o no me acuerdo o puede ser. Todo está muy bien, decía la voz. Todo es cuestión de que te vayas acostumbrando. Sin gritar. Sin ponerte a sudar y a dar saltos. 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Un poeta compilando un .obj

Desde que empecé a estudiar informática me da vueltas una idea medio extraña que relaciona dos palabras a las que muy pocas veces se las ve juntas en una misma oración: poesía y programación. En concreto: ¿se puede escribir un poema en un lenguaje de programación? ¿Vale la pena mezclar una herramienta expresiva del ser humano, con un lenguaje diseñado exclusivamente para entendernos con las computadoras? ¿Podrá ser entendido por los dos, por uno, o por ninguno?
Imaginé una serie de "poemas" escritos en distintos lenguajes de programación. Cuando pienso en ellos la sensación es extraña: son extraños. Pero antes de hablar es necesario, a modo de divulgación científica, esclarecer qué es y para qué sirve un lenguaje y, más específicamente, qué es y para qué sirve un lenguaje de programación.
Wikipedia define a un lenguaje como un sistema de comunicación estructurado, con una serie de requisitos. La palabra que hace ruido es comunicación. ¿Para qué sirve un lenguaje si no es para comunicar? Cuando levanto una mano para saludar a un conocido, cuando digo “callate la boca”, cuando un perro mea al pie de un árbol, etc., en todos estos casos hay alguien o algo que se expresa para que otro reciba su mensaje. No tengo interés en volver a las clases de secundaria con el famoso cuadro de mensaje, emisor y receptor, canal, bla bla bla: la función de los lenguajes es comunicar.
Por otra parte, siguiendo la línea de la definición, se aclara que este sistema de comunicación, este sistema que tiene la función primordial de comunicar a los que lo usan, es estructurado. Que sea estructurado quiere decir que hay orden o patrones de relación entre sus componentes (a los componentes se los denomina, en conjunto, como el léxico de un lenguaje). Los componentes del lenguaje castellano, por ejemplo, son palabras. Las palabras tienen relación entre sí: el adjetivo que modifica a un sustantivo tiene que concordar con éste en género y número. No puedo decir “las ventanas son roja”; lo correcto es “las ventanas son rojas”. Este tipo de reglas a seguir corresponde a la sintaxis de un lenguaje que, definida a lo gringo, hace referencia a la manera en la cual se escriben y se combinan las palabras. Junto a la sintaxis de un lenguaje, se encuentra su semántica, más orientada al significado que pueda tener cada palabra. A modo ilustrativo: decir que “el árbol juega” es sintácticamente correcto, pero no semánticamente. Los árboles, al menos por lo que yo sé, no juegan.
Hasta acá, todo aprendido en la primaria. Ahora, ¿cómo ensamblamos esto con las computadoras y los programas? Parece que no hay ningún tipo de vínculo. Sin embargo, pensar así es errar: las máquinas también se comunican por medio de lenguajes. Entre ellas, y con los humanos. Las máquinas entienden determinado tipo de lenguajes. Veamos.
El término “lenguaje” se divide en tres ramas: a) lenguaje humano, b) lenguaje animal, y c) lenguaje formal. El inglés, castellano, francés, ruso, corresponden a la primera división. Pueden llamarse, también, lenguajes naturales. Las formas auditivas, olfativas, etc., de comunicarse de los animales, son parte de la segunda división. Y, por último, se encuentran ciertos lenguajes regidos por normas más estrictas que los anteriores, más matemáticos que lingüísticos: los lenguajes formales. Dentro de ellos están los lenguajes de programación.
Hay diferencias claras entre lenguajes naturales y formales. Me interesa mostrar una. Veamos un ejemplo: si yo digo que mi perra es juguetona, la palabra “perra” hace referencia a Luli: un canino de sexo femenino que vive en mi casa hace más o menos quince años. Por otra parte, si mi hermana me hace enojar, y le digo “sos una hija de perra” (obvio que no le voy a decir esto porque se me cagaría de risa en la cara, pero entiendan), ahora la palabra “perra” sugiere algo totalmente distinto: puta. ¿Qué relación hay entre “Luli” y “puta”? Ninguna. Mi perra es virgen.
Lo que quiero mostrar acá es que en los lenguajes naturales –en el ejemplo, el castellano-, hay una característica llamativa: una misma palabra puede referir cosas distintas. Este fenómeno se denomina ambigüedad, y es apasionante. Toda la literatura, todo el arte en general, hace uso de la ambigüedad, con objetivos estéticos.
En los lenguajes formales no existe ambigüedad. Para entenderlo, invoquemos a la matemática. Su definición está siendo discutida. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre si es un lenguaje formal, una ciencia formal, una ciencia, etc. Pero para nuestro caso viene bien una igualdad básica: si yo afirmo que dos más dos es igual a cuatro, observamos que esto es por demás de claro, lo único que se me viene a la cabeza es un dos sumado a otro dos, y el resultado: cuatro. No me pongo a pensar qué quiero decir con dos, con más, con igual, con cuatro. El significado es único, no ambiguo. Bueno, lo mismo ocurre con el resto de los lenguajes formales: si se dice algo, el significado de ese algo es único. No cabe interpretación del emisor ni del receptor del mensaje. Tanto el que emite como el que recibe entienden exactamente lo mismo. Esto quiere decir que los lenguajes formales son explícitos. Todo está a la luz, no hay nada escondido.
La computadora -conjunto de circuitos integrados y otras boludeces más- no funciona como los humanos. La computadora no entiende lo que significa la ambigüedad. Cada cosa que puede interpretar o hacer una computadora tiene un significado específico. No piensa si “perra” hace referencia a “Luli” o a “puta”. Esto me hace acordar a un profesor de una materia que tuve el año pasado que repetía muy seguido una frase: “¡el autómata –la computadora- es un completo idiota!”. Es un completo idiota porque el ser humano tiene que decirle qué es lo que hay que hacer: cada programa, sistema operativo, driver, etc., cada componente, que la hace una herramienta tan potente, está construido por el ser humano.
Por esta razón, el ser humano tiene que tratar de entenderse con la computadora, para decirle lo que hay que hacer. Ella, si nos ponemos estrictos, lo único que comprende es un lenguaje: el lenguaje binario, también llamado lenguaje de máquina. Éste está compuesto por sólo dos símbolos, el cero y el uno, y ellos se relacionan con los pulsos altos y bajos de los circuitos de la computadora. Pero no es mi intención complicar la cosa. En resumidas cuentas, una computadora hace cosas escritas en códigos que se componen de estos dos números. Por ejemplo, esta frase

1000101111111010010101011010101001

puede significar una orden como “sumar los datos almacenados en las direcciones 345 y 546”. O “sacar una foto al pelotudo que quiere entrar a una computadora que no es suya”, o “asignar un millón de dólares a la cuenta bancaria de Fulanito de Tal”. No lo sé.
Resumiendo, tenemos dos caminos: por un lado, las personas con sus lenguajes ambiguos, llenos de connotaciones (ironía, enojo, orden), expresivos, imperfectos… humanos. Por el otro, las computadoras con su limitado pero potente lenguaje de máquina. Si pensamos en ambos caminos, vemos una regla: el usuario de un lenguaje se mete en un gran problema si quiere escribir o interpretar el lenguaje del otro. ¿Qué quiere decir esto? A la máquina le resulta imposible entender el lenguaje humano y al humano le resulta extremadamente engorroso escribir o interpretar el lenguaje de máquina. No imposible. Engorroso.
En el pasado, los primeros programadores –esas personas que les dicen qué hacer a las máquinas- escribían en lenguaje binario. Obviamente, si tenés que escribir un programa de cien mil instrucciones valiéndote tan solo de ceros y unos, vas a errar. Probabilidad 1/1. Y un error significa revisar todo el programa escrito. Es decir, se perdía muchísimo tiempo en encontrar fallas, sumado a esto que los programas no tenían la calidad que tienen ahora. Había que solucionar este problema. Había que hacer de la programación un proceso más eficaz. Entonces, se pensó algo llamativo: ¿qué tal si hacemos una especie de intersección entre los lenguajes de máquina y los lenguajes humanos? ¿Qué tal si creamos un lenguaje que pueda interpretar fácilmente la máquina y, a su vez, tenga un parecido con el habla de los humanos? Este pensamiento –y su realización- significó una evolución importantísima en el área de las computadoras: se inventaron los lenguajes de programación.
Un lenguaje de programación entra en la categoría de lenguajes formales –definidos explícitamente, no ambiguos, bla bla bla-, y tienen la misma función que los lenguajes de máquina: decirles a ellas qué es lo que tienen que hacer. La diferencia es que son, como dijimos, más humanos. Generalmente, las acciones que se quieren realizar se expresan por medio de palabras claves, es decir, componentes del léxico del lenguaje, las cuales tienen funciones específicas. Además, se les puede dar nombre a direcciones de memoria (éstas son lugares en donde la máquina va guardando datos que sirven para la ejecución del programa: un nombre, una fecha, un importe, etc.).
Existen muchísimos lenguajes de programación: Fortran, Pascal, C, C++, Python, Java… y así hasta llenar una larga lista. Cada uno tiene sus agregados, simplificaciones, pero a grandes rasgos todos responden a la misma necesidad: crear programas. Además, sus métodos de escritura son similares, en contraposición con la diferencia que puede haber entre lenguajes naturales: “hola” en inglés se dice “hello”, en ruso “Привет”, y en chino “您好”. Pequeñas variantes.
Ejemplifiquemos lo dicho anteriormente:
1.
Supongamos que quiero decirle a la máquina que, luego de determinado proceso, muestre en pantalla (más específicamente, en la ventana de mi programa) esta frase: “Te has ganado un millón de dólares.”. En Pascal, dicha instrucción se podría escribir así:

write (‘Te has ganado un millón de dólares.’);

En C, la cosa cambiaría un poquito:

printf (“Te has ganado un millón de dólares.”);

Observen que para explicarle a la computadora que quiero que muestre un mensaje en la pantalla no necesito escribir una tira de ceros y unos de un renglón de longitud, sino una palabra conocida, cercana a nosotros: escribir, imprimir.
2.
Ahora imaginemos que deseamos guardar la contraseña de un usuario de un banco en un determinado lugar de la computadora. Recordemos que las contraseñas pueden cambiarse a lo largo del tiempo: esto quiere decir que la contraseña de un usuario no es una constante, sino una variable. Supongamos, para simplificar las cosas, que la contraseña está compuesta sólo por dígitos. Es decir, es un número entero.
Para guardar determinado dato ingresado por la persona que usa el programa (usuario), se crean variables. Crear quiere decir, en realidad, darle nombre a un lugarcito de memoria de la computadora. A su vez, cada variable responde a un tipo de dato: enteros, caracteres, cadenas de caracteres, etc. Son maneras de clasificarlos, para que se nos haga más fácil su manejo. En nuestro caso tenemos, como dijimos, un entero.
Si pensamos la situación, vemos que la solución de nuestro problema se puede llevar a cabo por tres pasos:
I. Crear la variable “contraseña”.
II. Pedirle a la persona que usa el programa que ingrese su contraseña.
III. Luego, leer esa contraseña y guardarla en su respectiva variable.
Si pasamos esto a un lenguaje de programación, como el C, la cosa quedaría así:

int contraseña;
printf (“Ingrese su contraseña”);
scanf (“%d”, &contraseña);


Ignorando el %d, ya que no viene al caso saber su función, observamos que las expresiones no distan mucho de los pasos escritos anteriormente, en castellano, comprensibles por todos nosotros.
Hay que aclarar, a esta altura, que para que la máquina pueda entender las instrucciones escritas arriba es necesario que se lleve a cabo un procesamiento automático llamado compilación. La compilación traduce los textos escritos en cualquier lenguaje de programación a lenguaje de máquina (recordemos que en realidad la computadora sólo lee ceros y unos). Sería como una especie de Traductor de Google, pero entre un humano y una computadora.

Por otra parte… es obvio que un programa no consta sólo de entradas de datos, mensajes y creaciones de variables. Hay otro tipo de estructuras, sentencias, etc., que añaden complejidad y alcance a los lenguajes de programación (es decir, capacidad para resolver múltiples problemas). Pero lo importante –acá- es remarcar esto: todos ellos están cerca del habla humana. Aun no siendo especialista en el tema, uno intuye lo que se quiere decir en las líneas de un código de programa.
Al ser esto cierto, me pregunto: ¿no sería un desafío interesante el hecho de intentar comunicar sentimientos, rencor, orgullo, amor, incertidumbre, por medio de lenguajes técnicos y de propósitos específicos como son los lenguajes de programación? ¿No estaría bueno desviar el objetivo principal de los lenguajes de programación, es decir, la comunicación hombre-máquina, por algo más humano, algo hombre-hombre? Surfear en las condiciones estrictas que nos establecen estos lenguajes, ¿no es acaso un ejercicio estilístico, al igual que el de respetar la cantidad de sílabas en un verso de un soneto? Demás está decir que, desobedeciendo algunas reglas y siguiendo este impulso, es probable que no logremos crear programas, pero sí textos literarios. Pienso que el poema es la composición literaria que más se adecúa a los requisitos de la idea en cuestión, ya que cuentos, relatos, novelas, guiones de cine, pecan en longitud.
La primera vez que reuní en una misma idea a la poesía y la programación, sentí vergüenza. Vergüenza de que alguien pudiera estar leyendo mis pensamientos. Mezclar Pablo Neruda, Nicanor Parra, Borges, Walt Whitman, amor, desamor, olvido, memoria, metáforas, con iteraciones, estructuras de control, Pascal, liquidación de sueldos… Rídiculo. Una locura.
Por suerte, hace un par de días, después de dejar madurar el pensamiento por un año, se me ocurre googlear “poemas escritos en lenguajes de programación”. Me llevé una sorpresa: hay gente a la que se le pasó por la cabeza lo mismo que a mí. Gente que vio una posibilidad de literatura en el seno de la programación. Un par de nombres que idearon proyectos innovadores:
1.
Code poems proyectla iniciativa es del ingeniero y artista Ishac Bertran. A raíz de una discusión con sus amigos, en donde plantearon la posibilidad de identificar el autor de un código escrito en lenguaje de programación por medio de su estilo de programación, surge una analogía con la literatura: fácilmente reconocemos un texto de Cortázar, de García Márquez, gracias a sus respectivos estilos, que se repiten a lo largo de sus libros.
Bertran propuso editar un libro comunitario de poemas escritos en cualquier lenguaje de programación, junto con la lógica que los produce, para “analizar las posibilidades comunicativas de los lenguajes informáticos”. Acá la noticia.
2.
Una pseudo-bromaes una entrada de una página de programadores que muestra un poema de amor de Lautreamont escrito en lenguaje PHP (programación para páginas web), aclarando, casi en tono de broma, que los geeks (amantes de la tecnología) también pueden sentir cosquillas en la panza. El poema:




Y su traducción:

“Si me quieres, te querré más y más a cada instante mientras viva, porque si no me quieres no soy nada”.

3.
En busca del primer poema escrito en códigoun post de un blog que, a primera vista, se sugiere prometedor. El tema principal es, como dice el título, encontrar el primer poema escrito en algún lenguaje de programación. Pero no encuentran un poema: encuentran un libro. Poèmes Algol, de Noël Arnaud. Arnaud fue un escritor miembro de la OuLiPo, un grupo de poetas y escritores que tenían como objetivo hacer de la literatura un ejercicio de estilo: inventaban condiciones un tanto matemáticas para la escritura de sus obras. Recuerdo siempre una anécdota sobre esta manga de locos: Georges Perec, uno de mis escritores favoritos, y miembro del grupo en cuestión, se planteó escribir una novela de aproximadamente 300 páginas con un limitante: la letra “e” (la más usada en el francés, como la “a” en el castellano) no podía aparecer en ningún lado. El resultado fue La disparition. Cuando el editor la leyó, la juzgó poco interesante. Luego de su publicación, atendió a la característica principal de la novela y tuvo que volver sobre sus palabras.
Noël Arnaud.
Otro detalle llamativo es que, según lo leído en el post, Google utiliza una técnica parecida a la poesía en código para decidir quiénes pueden trabajar en su compañía: uno de los ejercicios que tienen que hacer los candidatos a empleados de la gran multinacional es, por ejemplo, “describir a un pollo por medio de un lenguaje de programación”.El libro de Arnaud tiene como condición el hecho de escribir poemas utilizando las palabras claves del lenguaje Algol, el padre de todos los lenguajes de programación. Un libro entero hecho a base de una veintena de palabras. No es joda.
4.
Un concurso de “code poetry” en StandfordAl parecer, la idea de combinar poesía y programación no es tan ridícula, a juzgar por esto. Sí, un concurso de poesía escrita en código llevado a cabo por la Universidad de Standford. La ganadora, Leslie Wu (por lo que veo, china o japonesa. Regla general: en China o en Japón está inventado todo –absolutamente todo- lo que estás pensando, o vas a pensar, inventar) escribió un poema/programa (dos pájaros de un tiro) que, al ejecutarlo –es decir, al clickear sobre el programa-, “desvela el capítulo veintitrés del Libro de los Salmos con tres robóticas voces distintas”. Su nombre: “Say 23”.
Este rejunte es, más que nada, la confirmación de un latido: la poesía escrita en código se perfila como una buena apertura de la literatura, por un lado, y de la programación, por el otro, a caminos inexplorados, que necesitan de personas que los recorran. Los agoten. Los expriman.
Por otra parte, queda demostrado que las disciplinas aparentemente rígidas, técnicas (y aburridas para algunos), como la programación, esconden en su núcleo un abanico de posibilidades expresivas.
Si vamos al caso, la mayor parte de las cosas que hace el ser humano convergen en un objetivo: crear. Entonces, creemos. Está bueno.


jueves, 16 de julio de 2015

Mi Bolaño

Estar de vacaciones es, por sobre todas las cosas, poner en práctica la libertad individual (en el sentido común y corriente de la palabra). Saber que podés leer lo que te caiga a las manos, boludear en las redes sociales, besar a tu novia, salir a caminar, a correr, jugar a la pelota, mirar una película, todo esto sin tener detrás de la nuca la sensación de que se te está esfumando el tiempo para cumplir una responsabilidad (preparar finales, ir a trabajar, lavar los platos, etc.) te llena de liviandad. Así estoy: liviano. Leve. (Flecha que se me viene a la cabeza: La insoportable levedad del ser. Que me disculpe Kundera, pero lo que menos siento es que sea insoportable).
Ayer estaba poniendo en práctica mi libertad, moviendo la ruedita del mouse y recorriendo las noticias nuevas de Facebook. Después de unos minutos me encuentro con una foto de Roberto Bolaño: freno. Clickeo. Lo primero que leo es la oración: 12 años sin él. No fue difícil inferir qué querían decir con eso. Pensé: "doce años, ¿tan poco?". Sabía que había vivido 55. Haciendo la cuenta, si estuviera vivo en este momento, tendría unos 67. Menos que mis abuelos. Menos que muchísima gente.
Debajo de la frase había un poema que ni sé si era de él o si había sido escrito por la persona que le hacía el homenaje. La cuestión es que cerré la ventana de Chrome y subí a mi cama para alcanzar uno de los libros de Roberto (todos los suyos están en el estante más alto. Orden alfabético de acuerdo al apellido del autor): Los detectives salvajes. Elegí éste no por ser el más largo que haya leído (todavía me falta 2666) ni por ser el más raro, o el más aclamado, o uno de los más originales: lo elegí por la palabra salvajes. Creo que si tengo que definir a Bolaño en una palabra, utilizaría esa. Salvaje. Fue salvaje como escritor. Escribía escuchando heavy metal. Fue salvaje como lector. Leía poesía francesa mientras se bañaba (y así quedaban sus libros y los libros que le prestaban). Fue salvaje en la vida. Que le duró sólo 55 años.

Cada tanto me surge la necesidad de agarrar cualquier libro que haya leído y hojearlo. Un trabajo que combina aleatoriedad y predeterminación: por un lado, voy soltando las hojas con el dedo gordo hasta que decido parar en una, sin que ésta tenga alguna diferencia con las demás. Por otro, me encuentro con notas, corchetes o líneas de subrayado en alguna palabra, frase o párrafo de la página. En el presente, le dejo el camino al azar para que me comunique con un pasado que fue delimitado, pensado: nadie subraya o remarca porque sí.
Esto hice con Los detectives: una especie de homenaje. Y con esto me encontré:

1. Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear.

2. A veces es necesario empaparse de realidad, ¿no?

3. Comí sentado en la cocina, en silencio, pensando en el futuro. Ví tornados, huracanes...

4. Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran bisexuales, aunque esto no lo dijo.
Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mejores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas.

5. Durante mucho rato dejé de existir.

6. ¡Todo el mundo sufría! [...] Mi poema se llama "Todos sufren". No me importa que me miren.

7. Todo el día deprimido, pero escribiendo y leyendo como una locomotora.

8. ¿Pero a quién amo? Ayer llovió toda la noche. Los pasillos de la vecindad parecían las cataratas del Niágara. Hice el amor llevando la cuenta. Rosario estuvo fantástica, pero por amor al éxito del experimento preferí no advertírselo. Se vino quince veces. Las primeras le tenía que tapar la boca para que no despertara a los vecinos. Las últimas temí que le fuera a dar un ataque al corazón. A veces parecía desmayarse entre mis brazos y otras veces se arqueaba como si un fantasma estuviera jugando con su columna vertebral. Yo me vine tres veces. Luego salimos los dos al pasillo de arriba. Es extraño: mi sudor es caliente y el sudor de Rosario es frío, reptiliano, y tiene un sabor agridulce (el mío es claramente salado). En total estuvimos cuatro horas cogiendo. Después Rosario me secó, se secó, arregló el cuarto en un santiamén (es increíble lo hacendosa y práctica que es esta mujer) y se puso a dormir pues al día siguiente tenía que trabajar. Yo me acomodé en la mesa y escribí un poema que titulé "15/3". Después me puse a leer William Burroughs hasta que amaneció.

9. ...cada vez más irreflexivamente feliz.

10. Ay, qué lástima que ya no hagan mezcal Los Suicidas, qué lástima que pase el tiempo, ¿verdad?, qué lástima que nos muramos y que nos hagamos viejos y que las cosas buenas se vayan alejando de nosotros al galope.

11. Pensé: qué acto poético destruir mis escritos. Pensé: lo mejor hubiera sido tragármelos, ahora estoy perdida.

12. Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Ésta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano. [Ulises y Belano, posibles alters ego de Bolaño -prestar atención a la similitud en la pronunciación "Belano - Bolaño"].

13. ...escritura masturbatoria (con la derecha escribimos, con la izquierda nos masturbamos, o al revéz si eres zurdo)...

14. Era un tipo curioso. escribía en los márgenes de los libros. Por suerte yo nunca le presté uno. ¿Por qué? Porque no me gusta que escriban sobre mis libros. Y hacía algo todavía más chocante que escribir en los márgenes. Probablemente no me lo crean, pero se duchaba con un libro. Lo juro. Leía en la ducha. ¿Que cómo lo sé? Es muy fácil. Casi todos sus libros estaban mojados. Al principio yo pensaba que era por la lluvia, Ulises era un andariego, raras veces tomaba el metro, recorría París de una punta a la otra caminando y cuando llovía se mojaba entero porque no se detenía nunca a esperar a que escampara. Así que sus libros, al menos los que él más leía, estaban siempre un poco doblados, como acartonados y yo pensaba que era por la lluvia. Pero un día me fijé que entraba al baño con un libro seco y que al salir el libro estaba mojado. Ese día mi curiosidad fue más fuerte que mi discreción. Me acerqué y le arrebaté el libro. No sólo las tapas estaban mojadas, algunas hojas también, y las anotaciones al margen, con la tinta desleída por el agua, algunas tal vez escritas bajo el agua, y entonces le dije por Dios, no lo puedo creer, ¡lees en la ducha!, ¿te has vuelto loco?, y él dijo que no lo podía evitar, que además sólo leía poesía, no lo entendí en aquel momento, ahora sí lo entiendo, quería decir que sólo leía una o dos o tres páginas, no un libro entero, y entonces yo me puse a reír, me tiré en el sofá y me retorcí de risa, y él también se puso a reír, nos reímos los dos, durante mucho rato, ya no me acuerdo cuánto.


Único poema de los realvisceralistas (grupo de poetas protagonistas de la novela. Entre ellos: Ulises Lima, Arturo Belano).


Su explicación.


Joven.

miércoles, 10 de junio de 2015

El síntoma

«Dice Barthes que ya no hay un adolescente que viva este fantasma: ser escritor. Recuerda una pregunta de su juventud: ¿de cuál de sus contemporáneos podría querer copiar, no la obra sino las prácticas, las posturas? La manera de fumar, de tomar café; la manera de pasearse por el mundo con una libreta de notas en el bolsillo y una frase en la cabeza. Es decir: ser su fantasma.
Ese doble de Barthes es Gide. Barthes "lo veía" a Gide deambulando por Rusia o por el Congo. Leyendo los clásicos y escribiendo sus carnets en el vagón comedor de un tren, esperando los platos. Finalmente, lo vio realmente un día de 1939 en París en el fondo de la cervecería Lutetia, comiéndose una pera y leyendo un libro. Se encontró con el escritor sin su obra. Entonces define ese encuentro como forma suprema de lo sagrado: "señal y vacío". Es legítimo aseverar que en esa cervecería parisina, Barthes se encontró con Gide por segunda vez.»

Leyendo este fragmento en la revista Ñ de Clarín (empecé a coleccionarla, me acerca muchísimo al mundo de la literatura actual), me recuerdo a mí mismo haciendo con Cortázar, con Borges, lo que Barthes con Gide: los sacos de Julio, los gestos de sus manos enormes al hablar sobre un cuadro de Paul Delvaux, sus recorridos por las librerías de viejo de París, su mirada de poeta en estado de inspiración al estar enfrente del Sena, sentado, con tres libros sobre las piernas. Las fotos de Borges en las bibliotecas, observando los lomos de los libros, las manos sobre el bastón, la mirada perdida, la intimidad con su gato. Todo eso quería copiar, atraer hacia mi vida, hacerlo propio.
Recuerdo, en particular, un sábado a la noche que pasé solo. Estaba en cuarto de la secundaria. Era una época en la que no salía a los boliches.
Creo que había terminado de leer una novela o una serie de poemas y sentí eso que siempre se siente al terminar de leer: felicidad melancólica, una especie de vacío cómodo, lleno de miel. Necesitaba perpetuar la sensación. Decidí salir a caminar. Quería, en realidad, ir a un bar de mi ciudad, uno famoso, al que frecuentan obreros, gente humilde. Quería ir y sentarme a tomar un café, a pensar sobre la existencia, pero con un agregado: llevarme un bloc de notas. Anotar pensamientos. Transferir esas elucubraciones al papel. Hacerme el artista. Había mucho de snob en esto, pero no me importaba: la idea era copiar el comportamiento de un escritor de verdad, un escritor posta. Quería parecerme a ellos.
La realidad es que me puse una campera verde oscura típica de bohemio del mayo francés (se la había robado a mi viejo), agarré el atado de cigarrillos y salí a caminar, aunque –por timidez- no me senté en el bar. Ni me llevé el bloc de notas. Solo pensé. Pensé que estaba caminando en París, como Cortázar. Fumaba mientras miraba los árboles, las casas, la gente. Fumaba y pensaba en escribir un cuento nuevo, un cuento que me permitiera hacer realidad eso de que estaba en París fumando y que era artista. Y que me sentaba en bares a diagramar mi próxima novela, con un bloc de notas como herramienta. Y que no tenía vergüenza.

Cuando volví a mi casa, escribí. Un cuento estúpido. Estúpido, como los pensamientos “filosóficos” que me surgieron al terminar el libro. Estúpido, como la interpretación desacertada que seguramente le di a éste. Estúpido, como las notas que hubiese escrito si me llevaba un bloc y me sentaba en el bar. Pero hoy descubro algo que juega a mi favor: casi al final de la nota, el autor cita a Barthes: “Tengo una enfermedad: veo el lenguaje” (la cursiva es mía). Yo, esa noche, tuve el síntoma.

viernes, 27 de junio de 2014

Hoy, escribí

Hoy, escribí. Sí, tenés que ir a comprar la comida para la noche, tenés que cargar la tarjeta de colectivo, tenés que estudiar las clases anteriores de las dos materias que cursás mañana , hacer ejercicios y entenderlos, tenés que seguir practicando para el parcial de pasado mañana, tenés que bañarte, tendrías que ir a correr para bajar la panza incipiente que se te está formando por el sedentarismo, tenés que afeitarte, tenés que pasar el trapo y barrer el departamento, tenés que atender las notificaciones del calendario del celular, tenés que pasar a tu amigo de la facultad que hizo 288 puntos en un jueguito, tenés que aprender los acordes de cuarta, tenés que sacar un tema de Beady Eye, tenés que pensar en lindo auto que podrías llegar a tener en el futuro, con vidrios polarizados y muy fino, tenés que husmear las aplicaciones de tu computadora que nunca abriste, tenés que desactivar algunos programas que están haciendo enlentecer el sistema, tenés que descansar, tenés que cambiar la foto de perfil en Facebook, tenés que mirar un vídeo tutorial en YouTube sobre el AutoCad 2014 y ver la serie Sillicon Valley o como se escriba, tenés que contestarle la pregunta que te está haciendo tu compañero de departamento, tenés que hacerte una paja, tenés que ponerle talco a las zapatillas negras, tenés que mirar por la ventana a ver cómo anda el clima, tenés que ordenar el pullover y el jogging que dejaste tirado arriba del puff  junto a la guitarra, tenés que pensar en cómo organizar la agenda para mañana, tenés que regar el potus y la lengua de suegra, tenés que prender la luz porque está oscureciendo, tenés que armarte la cama, tenés que tomar algo para el dolor de cabeza, tenés que terminar el libro ese de Coetzee y el de matemática de Paenza que hace como tres meses que lo venís pateando, tenés que cruzarte de piernas, tenés que rascarte la nariz, tenés que pensar cómo hacer para tener una actitud más aguerrida frente a la vida, tenés que pensar si sos de izquierda o amigo de Bush, tenés que jugar un partido de ajedrez con tu compañero y romperle el culo, tenés que mirar la hora, tenés que leer las noticias de hoy en los rubros ciencia tecnología música espectáculos diseño fotografía etc., tenés que dejar de pensar que hace un tiempo largo que no te sentás frente a la computadora a tirar un par de líneas sobre una hoja blanca... Y hacerlo.
Estás un poco frustrado. Más allá de la vorágine de tu vida actual, del “una cosa atrás de otra” y cero tiempo para levantar la cabeza y preguntarte dónde estás, venís errando literariamente hablando. Uno, tenés muy poco tiempo para escribir. Dos, no se te ocurre nada. ¿Qué pasó con el pibe que medía la cantidad de páginas escritas, y que había hecho el cálculo de que si escribía dos páginas buenas de nueve a diez p.m. todos los días, al final de cada año iba a tener libros de 730 páginas cada uno (y sin contar los años bisiestos)? Lo que más te sorprende es que vos mismo fuiste esa persona. Está bien, las situaciones, el contexto no es el mismo. En ese momento eras un ermitaño, como te había dicho tu vieja. Un ermitaño dedicado pura y exclusivamente a la literatura, a pasárselas todo el día leyendo y escribiendo en esa habitación dos por dos, que hoy está a 30 km. de distancia de tu posición actual. Está bien, hoy ampliaste tu cabeza, hoy estás viviendo solo, estás aprendiendo física, matemática, informática, estás relacionándote con un entorno nuevo, amás (principal carencia comparando con el pasado), ponele que te cocinás y que sos feliz. Antes no lo eras. La balanza es categórica: lo único que antes tenías y que ahora no tenés son tiempo y ganas para escribir. Ah, y algo más valioso todavía: ideas.
Te preguntás cuántos cuentos inconclusos arrancaste desde el principio de esta era de “fobia a la hoja en blanco”. Cuatro, cinco. Recordás que empezabas ideándote el ambiente y los personajes, las situaciones conflictivas, el meollo del asunto. Todo te parecía parte de una obra descomunal de un escritor todavía desconocido pero con un futuro imparable. Hacías anotaciones en el celular que tenías, palabras claves, frases dichas por algún personaje, temas a tratar, maneras de eclipsar la historia…
El problema estaba cuando te sentabas delante de la máquina. En ese pasado, un poco más inmediato que el pasado anterior, que el pasado de escritor nato, recordabas que antes no te costaba en absoluto arrancar una historia. Tenías la frase clavada en la frente, abrías el archivito de Word y saltaba sola. Después, el resto era teclear hasta poner el punto final. Nombre del cuento o poema, guardar como, carpeta “escritos propios” y a pensar en el próximo texto. En ese pasado, ya no gozabas de dichos privilegios. Meter la primera te hacía transpirar las yemas de los dedos y mojar las teclas de la máquina. Te ponía los pelos de punta el hecho de borrar una oración de tres renglones porque no tenía ningún sentido, lo sentías como una pérdida, una vuelta atrás, un retroceso. Nunca creíste en la inspiración y en esas cosas que plantean algunos escritores, pero empezabas a preocuparte.
El miedo se te fue atenuando de a poco con las nuevas responsabilidades, el nuevo estilo de vida, los nuevos conocimientos que ibas adquiriendo. Sos de tener objetivos altos, casi inalcanzables, así que buscaste la manera de encontrar la literatura en el nuevo entorno. Te fue bastante bien. Descubriste millones de cosas relacionadas entre tu capacitación profesional y tu hobbie más intenso, y donde no había relaciones, conectaste puntos vos mismo. Así se fue haciendo, digamos, “soportable” el hecho de no escribir, o de no tener ideas ni tiempo para hacerlo.

Pero no te alcanzó: hoy decís “necesito escribir”. Gritando. Estás con un millón de cosas pendientes, pero necesitás escribir. Estás en una de las peores partes de exigencia de tu vida académica, pero necesitás escribir. Y te preguntás: bien, necesito escribir, pero… ¿qué mierda escribo? ¡Si no se me ocurre nada! Entonces te contesto: escribí lo que se te da la gana, pero escribí. Tomate una hora de tu existencia para volver a sentir ese placer tan estúpido (pero placer al fin y al cabo) de pasar de la hoja uno a la dos, de la dos a la tres y así sucesivamente, y luego mirar el quilombo de letras que creaste, que combinaste, que unificaste en un texto que podés considerar tuyo. ¿Y el tema? ¿Los personajes? ¿La problemática? ¿El punto de no retorno? ¿La estructura? ¡Qué se vayan a la mierda! Vos vomitá, largá esa cantidad de boludeces que tenés acumuladas en la papelera y reciclalas. Guardate el esquematismo para otro momento. Guardate el método para otro momento. Y que te importe un huevo la comida, la tarjeta, el estudio…

jueves, 13 de marzo de 2014

Series lógicas

Dibujo de Escher
libro de Borges
ecuación con mil incógnitas
gato negro con ojos verdes
finitos por la claridad
paradoja de Schödinger
sistema binario de las computadoras
Conjetura de Goldbach
lápiz con tres puntas
diagrama de árbol
reflejo en lentes de sol
pentagrama vacío
habitación de hospital psiquiátrico
cráteres de la luna
agujero negro
cosmos y caos
número áureo
número π
sonido que supera la percepción humana
electricidad
lluvia ácida
ojo reflejado en otro ojo
visto desde los ojos de un tercero
cuarta dimensión
espacio virtual
racionalidad
irracionalidad
cantidad de átomos en el universo
“multiversos”
número 0
números fractales
sintaxis
armonía
GPS
coordenadas de espacio-tiempo
neuronas
marihuana
caracol
escalera caracol
faro en la playa
Cabo Polonio
lo natural y lo artificial
la naturaleza del pensamiento
azar
color blanco
símbolo del infinito
símbolo del más
símbolo del menos
mujeres cuello largo de Modigliani
tristeza/felicidad
humo del cigarrillo disipándose
ardor
conexiones
relaciones vínculos
Poker
de Aces
contra escalera color
contra escalera real
enlace simple, doble y triple
diseño
arquitectura
minimalismo
Gravedad (película)
Isaac Newton
asteroides
cometa Halley
pelo de una rana calva
espermatozoide viajando en cámara lenta
condiciones climáticas
órbitas
panel táctil
panel solar
radiación
capa de ozono
miopía
cactus
series lógicas
¿series lógicas?
sistema aislado
mate
yerba “Playadito”
ácaros
luz solar
hexágono
borrar
libros ordenados de manera aleatoria
alta definición
electrones protones
niveles de organización de la materia
Literatura.

domingo, 28 de julio de 2013

¿Y para qué carajo me sirve esto?

"El Binomio de Newton es tan hermoso como la Venus de Milo; lo que pasa es que muy poca gente se da cuenta".

Debido a algunas cosas que vengo experimentando, hay una determinada clase de personas que están llamando mi atención últimamente: los divulgadores científicos. Esos loquitos con anteojos enormes que se ponen en el medio de dos extremos: el público científico, y el resto de la sociedad. Y actúan como mediadores, es decir, le transmiten a las personas no especializadas conocimientos de alto vuelo intelectual, de una manera simple. Se me viene a la cabeza una frase de Bukowski mientras escribo esto: "Un intelectual es el que dice una cosa simple de un modo complicado. Un artista es el que dice una cosa complicada de un modo simple". Y los divulgadores científicos entran dentro de la segunda categoría. Explicar lo complejo de modo sencillo. Entonces, ¿por qué no incluirlos dentro de lo que se llama un artista?
Un claro ejemplo es el matemático y periodista Adrián Paenza. Argentino. Escribió una colección de cinco tomos llamada "Matemática... ¿estás ahí?", entre otros títulos. Me voy a centrar en ella ya que es lo que vengo leyendo en estos tiempos.
Se encarga de enseñar matemáticas (la materia que más se asemeja a una bruja en la gran mayoría de la gente, y todavía no entiendo por qué) de una manera cotidiana, creativa, artística, si se quiere. Uno de sus objetivos está en mostrar a la sociedad que esta ciencia se encuentra en cada boludez de nuestro día a día, en contraposición con el famoso cuestionamiento en una clase de matemáticas: "¿y para qué carajo me sirve esto?".
El primer tomo arranca con un cuento. Sí, porque las matemáticas también se relacionan, y mucho, muchísimo, con la literatura (si no me creen lean a Perec, y a todos los miembros de la Oulipo). Un cuento que, según nos explica Paenza, utiliza uno de sus amigos, el músico y matemático Pablo Amster, como apertura para todas sus charlas. Se encarga de poner en funcionamiento el famoso pensamiento lateral, uno de los temas que van a ser reiteradamente abordados a lo largo del libro. Y que en cierto sentido encaja perfectamente con lo que vengo escribiendo.
Se los dejo, para que saquen sus propias conclusiones:

La mano de la princesa.

Una conocida serie checa de dibujos animados cuenta, en sucesivos capítulos, la historia de una princesa cuya mano es disputada por un gran número de pretendientes.
Éstos deben convencerla: distintos episodios muestran los intentos de seducción que despliega cada uno de ellos, de los más variados e imaginativos.
Así, empleando diferentes recursos, algunos más sencillos y otros verdaderamente magníficos, uno tras otro pasan los pretendientes pero nadie logra conmover, siquiera un poco, a la princesa.
Recuerdo por ejemplo a uno de ellos mostrando una lluvia de luces y estrellas; a otro, efectuando un majestuoso vuelo y llenando el espacio con sus movimientos. Nada. Al fin de cada capítulo aparece el rostro de la princesa, el cual nunca deja ver gesto alguno.
El episodio que cierra la serie nos proporciona el impensado final: en contraste con las maravillas ofrecidas por sus antecesores, el último de los pretendientes extrae con humildad de su capa un par de anteojos, que da a probar a la princesa: ésta se los pone, sonríe y le brinda su mano.

La historia, más allá de las posibles interpretaciones, es muy atractiva, y cada episodio por separado resulta de una gran belleza. Sin embargo, sólo la resolución final nos da la sensación de que todo cierra adecuadamente.
En efecto: hay un interesante manejo de la tensión, que nos hace pensar, en cierto punto, que nada conformará a la princesa.
Con el paso de los episodios y por consiguiente, el agotamiento cada vez mayor de los artilugios de seducción, nos enojamos con esta princesa insaciable. ¿Qué cosa tan extraordinaria es la que está esperando? hasta que, de pronto, aparece el dato que desconocíamos: la princesa no se emocionaba ante las maravillas ofrecidas, pues no podía verlas.
Así que ése era el problema. Claro. Si el cuento mencionara este hecho un poco antes, el final no nos sorprendería. Podríamos admirar igualmente la belleza de las imágenes, pero encontraríamos algo tontos a esos galanes y sus múltiples intentos de seducción, ya que nosotros sabríamos que la princesa es miope.
No lo sabemos: nuestra idea es que la falla está en los pretendientes, que ofrecen, al parecer, demasiado poco. Lo que hace el último, ya enterado del fracaso de los otros, es cambiar el enfoque del asunto. Mirar al problema de otra manera.

Muchas veces es necesario lateralizar en la vida, para darse cuenta que la solución estaba más cerca de lo que uno creía. Solo hacía falta ingenio.

Adrián Paenza.

Pablo Amster.