En este caso, creo que el texto de mi profesor de taller literario, el escritor Pablo Ramos, cumple con las dos funciones, y muchas más. Un tipo que escribe desde las entrañas. Y no hay con que darle, porque se llega a un punto en el que el sentimiento que mueve a que él escriba te mueve a vos a leerlo. Entonces quedás lagrimeando, tratando de experimentar ese dolor que movió al tipo, que nunca vas a igualar, pero que constituye un intento, un regalo humilde, como para pagar semejante prosa.
“Anotar lo que sé tanto como lo que espero saber. Describir mi sed de
alcohol que comienza a las nueve de la mañana, y que a las once y media ya
escapa a todo control. Describir la humillación de beber furtivamente y el
sabor amargo de la ginebra; escribir sobre el peso del desaliento y la
desesperación; escribir sobre los terrores sin nombre; escribir sobre los
penosos ataques de la ansiedad infundada; escribir sobre el horror al fracaso.
El esfuerzo por recuperar el aguzamiento de las sensaciones, la sensación de
que se ha corrompido un margen de esperanza” (John Cheever, Diarios)
Muchas veces pienso que escribir me rescató de la peor soledad, de esa soledad que yo tenía pero en la cual yo no me tenía. A ver… rescató mi compañía, me rescató a mí como compañía propia, como compañía de mí mismo.
Muchas veces pienso que escribir me rescató de la peor soledad, de esa soledad que yo tenía pero en la cual yo no me tenía. A ver… rescató mi compañía, me rescató a mí como compañía propia, como compañía de mí mismo.
Durante mucho tiempo viví en una soledad
abrumadora, triste, patética, lastimera, esa de los primeros tiempos de
divorciado a mí duró muchos años, porque las cosas se me complicaron un poco
(la moneda en esa época parecíacargada, y caía siempre del lado
perdedor). Tenía dos ex mujeres que habían convertido a mis hijos en ex hijos,
también. Vivía rodeado de rencor. No podía ver a mis hijos porque la falta de
trabajo me lo impedía. La falta de trabajo, en donde yo vengo, acarrea la falta
de dinero que acarrea la falta de un lugar decente donde dormir y comer un
plato de algo caliente que acarrea las ganas de volarse la cabeza con una 45 o
con veinte gramos de lo que sea o con el culo de una prostituta gorda que sólo
pida caricia de amor y nos haga un lugar entre sus enormes tetas. El resultado
de todo eso: yo
Y la solución que se me ocurrió fue peor que el
problema mismo: resentirme, y entonces fui alimentando el sentimiento de
fracaso, poniéndole rama tras rama a esa hoguera de lástima sobre mí mismo
hasta el punto de perder aún más de lo que había perdido. Al punto de perder la
fe en mí.
Eso, como dije, duró mucho. Quince años, para ser
exactos. Soportados básicamente con alcohol, y a veces con otras cosas.
Hubo un día, como siempre hay un día en la vida de un
hombre, en que me crucé con un ángel, en el pabellón de ingreso de esa cárcel
de Caseros: el viejo Mario C. que hacía una semana me tenía medio obligado a
asistir a las reuniones de A.A. que organizaba él, por su cuenta, sin ayuda
externa de esa institución ni de nadie. El también me había dado, meses atrás,
las fotocopias de El que tiene sed (novela de Abelardo Castillo), y
de Don Juan de la Casa Blanca (Novela corta de Liliana Heker)
diciéndome que leyera para entender de qué se trataba el dolor que hay en las
dos orillas de nuestro problema.
−¿De pasársela preso? –le pregunté.
−No, querido, de pasársela drogado, o borracho.
Yo le tenía respeto a Mario C., todo el mundo
se lo tenía. Y un día me decidí y junté mi primera semana sin drogas ni
alcohol, ahí adentro: en la cárcel. Por él, como para que sintiera, no sé,
orgullo de mí. Hasta que una noche me sentí desamparado por él. Yo lo tenía
loco, le ocupaba más de su tiempo que cualquiera. Pensaba que decir toda la
perorata de mis sentimientos era lo que me iba a ayudar a estar mejor, o al
menos, a pasar el tiempo más rápido. Y estaba meta hablarle desde mi celda al
silencio oscuro del pasillo, donde a él lo dejaban estar para que escuchara las
confesiones de los que estábamos más necesitados, cuando, harto de mis
lamentos, me dijo las palabras mágicas:
–¿Y porqué no lo escribís?
Recuerdo que primero me enojé, porque tanto me había insistido para que
le contara (a él y al grupo de ayuda que dirigía él) lo que me andaba pasando y
¿ahora me decía que lo escriba? ¿Llevaba recién una semana sobrio y ya se había
hinchado las pelotas de mí? Algo así le dije, pero creo que con palabras más
fuertes. Y el viejo largó una risita, dos toses secas de tabaco y me lo dijo
otra vez, pero de otra manera:
−Escirbimeló, no seas boludo –me dijo−, que yo lo
leo. Hablando sos insoportable, y yo no soy tu vieja para quedarme acá
aguantando tu lloriqueos de autocompasión.
Y no es que me puse a escribir enseguida. Pero la
puñalada se fue infestando, y tiempo después, en circunstancias distintas pero
parecidas, me compré la máquina de escribir.
Fue con el primer sueldo, dos meses después de
haber salido de la cárcel. Llegué a la pensión de noche y recuerdo con cuánta
ilusión la abrí. Recuerdo exactamente la manera en que puse la hoja, esa
primera hoja, de un block que había venido de regalo junto con la máquina,
amarillenta, gruesa, áspera. Preciosa. La máquina era nueva, de esas de
plástico y hojalata que se siguen haciendo en china. Y no me iba a durara mucho
tiempo. A esa primera máquina no le andaba el número seis, por eso hoy yo le
saco a mis máquinas de escribir el número seis. También a los teclados de PC
que uso a veces para escribir y siempre para corregir mis textos.
Creo que esa noche no escribí nada, de eso sí que no
me acuerdo, pero podría decir que no escribí nada. Pero fue nomás poner la hoja
en la máquina y saber que yo podía, en esa pieza de pensión y a partir de ese
momento, hacer lo que quisiera en esa hoja, podía ser quien quisiera, podía
odiar mucho más a los que odiaba, podía amar mucho más a los que amaba, podía
triunfar en el odio y en el amor. Podía escribir sobre la realidad y
modificarla en todos los lugares en que no me gusta, o en los lugares en que me
sentía traicionado por ella. Podía usar la imaginación de esa manera que me
parece a mí más refinada que la de inventar monstruos y magos o copiar y
pegar de un blog o de otros libros: la imaginación que se afina para perforar
la superficie de las cosas, esa imaginación. Que enfrenta el desafío mayor de,
ahora sí, recortar y reinventar esos espacios de tiempo que separaban dos
momentos de la vida que deberían haber estado juntos. Que inventa contexto y
recién luego se convierte en texto. Coser, bordar, unir, el texto y mi vida. El
texto: mi vida. Hacer de esa realidad una nueva realidad. Y crear un personaje
que se separe de mí y viva en esa nueva realidad y que sea también mi compañía.
Cuando pudo animarme a hacerlo encendí la llama de otra hoguera.
Fue un principio, muy primario, muy imperfecto, y eso
también lo superé. Tiempo después me di cuenta de que, más que el personaje, la
historia era mi compañía. Y eso también lo superé, con el tiempo. Y más tiempo,
y más tiempo. Y lo que me pasa ahora es que siento que el lenguaje escrito es
mi compañía. Que escribir una palabra tras otra aventurándome en una nueva
manera de concebir el lenguaje es lo que necesito para que crezca mi dignidad.
Para que, poco a poco, vaya naciendo un verdadero Pablo, más real, más noble,
más valioso. Necesito escribir como si nunca hubiera escrito cada vez. Eso se
puede ver en mis tres libros publicados y se va a ver en un cuarto, cuando
corrija esta historia que acabo de terminar. Y espero se vea siempre. Creo que
el día que no pueda encontrar una nueva manera de contar, un nuevo lenguaje que
me haga compañía, que sea mi aventura y mi compañía al mismo tiempo, creo que
ese día sin lugar a dudas voy a dejar de escribir para finalmente hacer eso que
tanto me gusta y que me sale tan mal que es tocar la trompeta.
Con respecto a la juventud, a la estética, a la
experimentación, al estilo creo que son, si no tienen el contexto de la
necesidad espiritual de quien escribe, sólo palabras. Sólo masitas para la hora
del té.
Con respecto a la llamada “literatura del yo”, bueno,
la mía está bien alejada de eso, pienso algo sencillo: depende de qué “yo”.
Depende de quién sea.
En palabras de un perro viejo:
Alguna gente es joven
Y nada más
Alguna gente es vieja
Y nada más
En el medio están los otros
Gracias Charly, y como diría mi madre: Será.