lunes, 20 de mayo de 2013

"¿Y por qué no lo escribís?"

¿Alguien tiene ganas de llorar de la emoción, aparte de porque sea lunes y se nos haya esfumado el fin de semana como arena entre las manos? Yo, en realidad, no tenía ganas, hasta que pasó lo que me movió a presionar el botón "entrada nueva". Y es que realmente no interesa si tenemos ganas o no. Los momentos decisivos, o al menos importantes en la vida de una persona, no se premeditan, están, surgen, y ya. No hay vuelta que darles, no hay modo de escapar. Se te vienen encima, te hacen naufragar o te tiran un bote salvavidas.
En este caso, creo que el texto de mi profesor de taller literario, el escritor Pablo Ramos, cumple con las dos funciones, y muchas más. Un tipo que escribe desde las entrañas. Y no hay con que darle, porque se llega a un punto en el que el sentimiento que mueve a que él escriba te mueve a vos a leerlo. Entonces quedás lagrimeando, tratando de experimentar ese dolor que movió al tipo, que nunca vas a igualar, pero que constituye un intento, un regalo humilde, como para pagar semejante prosa.




“Anotar lo que sé tanto como lo que espero saber. Describir mi sed de alcohol que comienza a las nueve de la mañana, y que a las once y media ya escapa a todo control. Describir la humillación de beber furtivamente y el sabor amargo de la ginebra; escribir sobre el peso del desaliento y la desesperación; escribir sobre los terrores sin nombre; escribir sobre los penosos ataques de la ansiedad infundada; escribir sobre el horror al fracaso. El esfuerzo por recuperar el aguzamiento de las sensaciones, la sensación de que se ha corrompido un margen de esperanza” (John Cheever, Diarios)

Muchas veces pienso que escribir me rescató de la peor soledad, de esa soledad que yo tenía pero en la cual yo no me tenía. A ver… rescató mi compañía, me rescató a mí como compañía propia, como compañía de mí mismo.
     Durante mucho tiempo viví en una soledad abrumadora, triste, patética, lastimera, esa de los primeros tiempos de divorciado a mí duró muchos años, porque las cosas se me complicaron un poco (la moneda en esa época parecíacargada, y caía siempre del lado perdedor). Tenía dos ex mujeres que habían convertido a mis hijos en ex hijos, también. Vivía rodeado de rencor. No podía ver a mis hijos porque la falta de trabajo me lo impedía. La falta de trabajo, en donde yo vengo, acarrea la falta de dinero que acarrea la falta de un lugar decente donde dormir y comer un plato de algo caliente que acarrea las ganas de volarse la cabeza con una 45 o con veinte gramos de lo que sea o con el culo de una prostituta gorda que sólo pida caricia de amor y nos haga un lugar entre sus enormes tetas. El resultado de todo eso: yo
    Y la solución que se me ocurrió fue peor que el problema mismo: resentirme, y entonces fui alimentando el sentimiento de fracaso, poniéndole rama tras rama a esa hoguera de lástima sobre mí mismo hasta el punto de perder aún más de lo que había perdido. Al punto de perder la fe en mí.
    Eso, como dije, duró mucho. Quince años, para ser exactos. Soportados básicamente con alcohol, y a veces con otras cosas.
    Hubo un día, como siempre hay un día en la vida de un hombre, en que me crucé con un ángel, en el pabellón de ingreso de esa cárcel de Caseros: el viejo Mario C. que hacía una semana me tenía medio obligado a asistir a las reuniones de A.A. que organizaba él, por su cuenta, sin ayuda externa de esa institución ni de nadie. El también me había dado, meses atrás, las fotocopias de El que tiene sed (novela de Abelardo Castillo), y de Don Juan de la Casa Blanca (Novela corta de Liliana Heker) diciéndome que leyera para entender de qué se trataba el dolor que hay en las dos orillas de nuestro problema.
     −¿De pasársela preso? –le pregunté.
     −No, querido, de pasársela drogado, o borracho.
     Yo le tenía respeto a Mario C., todo el mundo se lo tenía. Y un día me decidí y junté mi primera semana sin drogas ni alcohol, ahí adentro: en la cárcel. Por él, como para que sintiera, no sé, orgullo de mí. Hasta que una noche me sentí desamparado por él. Yo lo tenía loco, le ocupaba más de su tiempo que cualquiera. Pensaba que decir toda la perorata de mis sentimientos era lo que me iba a ayudar a estar mejor, o al menos, a pasar el tiempo más rápido. Y estaba meta hablarle desde mi celda al silencio oscuro del pasillo, donde a él lo dejaban estar para que escuchara las confesiones de los que estábamos más necesitados, cuando, harto de mis lamentos, me dijo las palabras mágicas:
     –¿Y porqué no lo escribís?
Recuerdo que primero me enojé, porque tanto me había insistido para que le contara (a él y al grupo de ayuda que dirigía él) lo que me andaba pasando y ¿ahora me decía que lo escriba? ¿Llevaba recién una semana sobrio y ya se había hinchado las pelotas de mí? Algo así le dije, pero creo que con palabras más fuertes. Y el viejo largó una risita, dos toses secas de tabaco y me lo dijo otra vez, pero de otra manera:
    −Escirbimeló, no seas boludo –me dijo−, que yo lo leo. Hablando sos insoportable, y yo no soy tu vieja para quedarme acá aguantando tu lloriqueos de autocompasión.
    Y no es que me puse a escribir enseguida. Pero la puñalada se fue infestando, y tiempo después, en circunstancias distintas pero parecidas, me compré la máquina de escribir.
     Fue con el primer sueldo, dos meses después de haber salido de la cárcel. Llegué a la pensión de noche y recuerdo con cuánta ilusión la abrí. Recuerdo exactamente la manera en que puse la hoja, esa primera hoja, de un block que había venido de regalo junto con la máquina, amarillenta, gruesa, áspera. Preciosa. La máquina era nueva, de esas de plástico y hojalata que se siguen haciendo en china. Y no me iba a durara mucho tiempo. A esa primera máquina no le andaba el número seis, por eso hoy yo le saco a mis máquinas de escribir el número seis. También a los teclados de PC que uso a veces para escribir y siempre para corregir mis textos.
    Creo que esa noche no escribí nada, de eso sí que no me acuerdo, pero podría decir que no escribí nada. Pero fue nomás poner la hoja en la máquina y saber que yo podía, en esa pieza de pensión y a partir de ese momento, hacer lo que quisiera en esa hoja, podía ser quien quisiera, podía odiar mucho más a los que odiaba, podía amar mucho más a los que amaba, podía triunfar en el odio y en el amor. Podía escribir sobre la realidad y modificarla en todos los lugares en que no me gusta, o en los lugares en que me sentía traicionado por ella. Podía usar la imaginación de esa manera que me parece a mí más refinada que la de inventar monstruos y magos  o copiar y pegar de un blog o de otros libros: la imaginación que se afina para perforar la superficie de las cosas, esa imaginación. Que enfrenta el desafío mayor de, ahora sí, recortar y reinventar esos espacios de tiempo que separaban dos momentos de la vida que deberían haber estado juntos. Que inventa contexto y recién luego se convierte en texto. Coser, bordar, unir, el texto y mi vida. El texto: mi vida. Hacer de esa realidad una nueva realidad. Y crear un personaje que se separe de mí y viva en esa nueva realidad y que sea también mi compañía. Cuando pudo animarme a hacerlo encendí la llama de otra hoguera.
   Fue un principio, muy primario, muy imperfecto, y eso también lo superé. Tiempo después me di cuenta de que, más que el personaje, la historia era mi compañía. Y eso también lo superé, con el tiempo. Y más tiempo, y más tiempo. Y lo que me pasa ahora es que siento que el lenguaje escrito es mi compañía. Que escribir una palabra tras otra aventurándome en una nueva manera de concebir el lenguaje es lo que necesito para que crezca mi dignidad. Para que, poco a poco, vaya naciendo un verdadero Pablo, más real, más noble, más valioso. Necesito escribir como si nunca hubiera escrito cada vez. Eso se puede ver en mis tres libros publicados y se va a ver en un cuarto, cuando corrija esta historia que acabo de terminar. Y espero se vea siempre. Creo que el día que no pueda encontrar una nueva manera de contar, un nuevo lenguaje que me haga compañía, que sea mi aventura y mi compañía al mismo tiempo, creo que ese día sin lugar a dudas voy a dejar de escribir para finalmente hacer eso que tanto me gusta y que me sale tan mal que es tocar la trompeta.
     Con respecto a la juventud, a la estética, a la experimentación, al estilo creo que son, si no tienen el contexto de la necesidad espiritual de quien escribe, sólo palabras. Sólo masitas para la hora del té.
    Con respecto a la llamada “literatura del yo”, bueno, la mía está bien alejada de eso, pienso algo sencillo: depende de qué “yo”. Depende de quién sea.
En palabras de un perro viejo:
Alguna gente es joven
Y nada más
Alguna gente es vieja
Y nada más
En el medio están los otros

Gracias Charly, y como diría mi madre: Será.

lunes, 6 de mayo de 2013

Bukowski y el género autoayuda

"Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza." Ernesto Sábato.
"Todos conocen la misma verdadnuestra vida depende de como la distorsionamos." Woody Allen.
"No hay nada más aburrido que la verdad." Charles Bukowski.


Crítica. ¡Hoy estoy super crítico! Y lo más feo es que me gusta. En un momento de mi vida odiaba a los críticos, pensaba que eran el tipo de personas que destruían la literatura, que la desprestigiaban, etc. Después me puse a pensar de que si el mundo entero escribiría y publicaría todo lo que escribe o siente, ahí sí la literatura sería una mierda. Peor todavía: ¡los escritores le robarían tiempo a los lectores! ¿Entienden? Un escritor, al publicar, asume un compromiso con el lector, es decir, piensa que no le va a robar el tiempo, que lo que éste va a leer va a ser algo bueno, al menos que zafa. Por esta razón se necesita de determinado filtro, aunque tampoco nos vallamos al carajo. Lo reduciría a una sola regla, de la mano de Bolaño: "Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y escribir lo que quiera escribir. Estoy en contra de la censura y de la autocensura. Con una sola condición: si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres." Y esto también es arte. Decir lo que no quieren que digas.
Mi crítica actual se centra en lo que considero más vulnerable actualmente (soy mal crítico, jaja), en esta oleada de libros del género autoayuda, que están colonizando las vidrieras de todas las librerías y que cada vez me rompen más las pelotas.
¿En qué consiste el género? Son personas que se creen tocadas por una barita mágica, poseedoras de la verdad sobre la existencia, en su mayor medida sectarias, y que muestran un camino (el cien por ciento de los casos el más estrecho) para llegar hasta donde ellos llegaron, que sería el punto culminante de la vida o existencia o como quieran llamarlo. Se dice que "ven con claridad" las cosas, que son personas "lúcidas", etc. Sinceramente no veo nada más alejado de la claridad o la lucidez que una persona dogmática, que acepte una única verdad, un único camino, cuando lo real se caracteriza justamente por la diversidad, la pluralidad de sentidos. Lo más cómico es que se muestran a sí mismos como una solución aparte, algo alejado de todo lo común, lo mediocre, como religiones, ideologías políticas, etc., es decir, que se centran en el nudo de la existencia, entre otras cosas, cuando en lo concreto terminan siendo de lo más inferior, de lo más lamentable. Quieren iluminar, y ¿qué es lo que causan en la gente? Más confusión. Típica característica del período post-moderno: avasallamiento de información, y cero filtro que la regule, que diga bueno, esto puede ser, esto es una huevada, esto es. Se ofrecen millones de caminos en donde alcanzar la felicidad, la plenitud, etc., por medio de Dios, por medio del culto a San la Muerte, por medio del reiki, por medio de las drogas... Y así podemos seguir contando.
Ahora bien, me pregunto: ¿por qué mierda necesitamos tanto de claridad? ¿Por qué necesitamos de alguien o algo que nos ordene la existencia? Dando vuelta el cuestionamiento, ¿no se podrá aceptar que la realidad es caos, desorden, complejidad? ¿No se podrá vivir en ese caos, en ese desorden, en esa complejidad?
No voy a responder porque lo que menos quiero ser en esta vida es profeta o gurú o "consegista" profesional. Simplemente les dejo a su disposición una persona que sí supo vivir en el caos, y cómo. Estamos hablando de un exceso, porque me gustan las hipérboles, bien representativas. Con ustedes, el alcohólico Charles Bukowski, y un poema que me hizo mear de la risa:

A la puta que se llevó mis poemas.


 Algunos dicen que debemos eliminar del poema
 los remordimientos personales,
 permanecer abstractos, hay cierta razón en esto, pero
 ¡Por Dios!
 ¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!
 ¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!
 ¡Es intolerable!
 ¿Tratas de joderme como a los demás?
 ¿Por qué te no te llevaste mejor mi dinero? Usualmente
 lo sacan de los dormidos y borrachos pantalones enfermos en el 
 rincón
 La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete 
 de cincuenta,
 pero mis poemas no.

 No soy Shakespeare
 pero puede que algún día ya no escriba más,
 abstractos o de los otros;
 Siempre habrá dinero y putas y borrachos
 hasta que caiga la última bomba,
 pero como dijo Dios,
 cruzándose de piernas:
 "veo que he creado muchos poetas
 pero no tanta poesía".

¿Será ésta la puta que se llevó sus poemas?