miércoles, 10 de junio de 2015

El síntoma

«Dice Barthes que ya no hay un adolescente que viva este fantasma: ser escritor. Recuerda una pregunta de su juventud: ¿de cuál de sus contemporáneos podría querer copiar, no la obra sino las prácticas, las posturas? La manera de fumar, de tomar café; la manera de pasearse por el mundo con una libreta de notas en el bolsillo y una frase en la cabeza. Es decir: ser su fantasma.
Ese doble de Barthes es Gide. Barthes "lo veía" a Gide deambulando por Rusia o por el Congo. Leyendo los clásicos y escribiendo sus carnets en el vagón comedor de un tren, esperando los platos. Finalmente, lo vio realmente un día de 1939 en París en el fondo de la cervecería Lutetia, comiéndose una pera y leyendo un libro. Se encontró con el escritor sin su obra. Entonces define ese encuentro como forma suprema de lo sagrado: "señal y vacío". Es legítimo aseverar que en esa cervecería parisina, Barthes se encontró con Gide por segunda vez.»

Leyendo este fragmento en la revista Ñ de Clarín (empecé a coleccionarla, me acerca muchísimo al mundo de la literatura actual), me recuerdo a mí mismo haciendo con Cortázar, con Borges, lo que Barthes con Gide: los sacos de Julio, los gestos de sus manos enormes al hablar sobre un cuadro de Paul Delvaux, sus recorridos por las librerías de viejo de París, su mirada de poeta en estado de inspiración al estar enfrente del Sena, sentado, con tres libros sobre las piernas. Las fotos de Borges en las bibliotecas, observando los lomos de los libros, las manos sobre el bastón, la mirada perdida, la intimidad con su gato. Todo eso quería copiar, atraer hacia mi vida, hacerlo propio.
Recuerdo, en particular, un sábado a la noche que pasé solo. Estaba en cuarto de la secundaria. Era una época en la que no salía a los boliches.
Creo que había terminado de leer una novela o una serie de poemas y sentí eso que siempre se siente al terminar de leer: felicidad melancólica, una especie de vacío cómodo, lleno de miel. Necesitaba perpetuar la sensación. Decidí salir a caminar. Quería, en realidad, ir a un bar de mi ciudad, uno famoso, al que frecuentan obreros, gente humilde. Quería ir y sentarme a tomar un café, a pensar sobre la existencia, pero con un agregado: llevarme un bloc de notas. Anotar pensamientos. Transferir esas elucubraciones al papel. Hacerme el artista. Había mucho de snob en esto, pero no me importaba: la idea era copiar el comportamiento de un escritor de verdad, un escritor posta. Quería parecerme a ellos.
La realidad es que me puse una campera verde oscura típica de bohemio del mayo francés (se la había robado a mi viejo), agarré el atado de cigarrillos y salí a caminar, aunque –por timidez- no me senté en el bar. Ni me llevé el bloc de notas. Solo pensé. Pensé que estaba caminando en París, como Cortázar. Fumaba mientras miraba los árboles, las casas, la gente. Fumaba y pensaba en escribir un cuento nuevo, un cuento que me permitiera hacer realidad eso de que estaba en París fumando y que era artista. Y que me sentaba en bares a diagramar mi próxima novela, con un bloc de notas como herramienta. Y que no tenía vergüenza.

Cuando volví a mi casa, escribí. Un cuento estúpido. Estúpido, como los pensamientos “filosóficos” que me surgieron al terminar el libro. Estúpido, como la interpretación desacertada que seguramente le di a éste. Estúpido, como las notas que hubiese escrito si me llevaba un bloc y me sentaba en el bar. Pero hoy descubro algo que juega a mi favor: casi al final de la nota, el autor cita a Barthes: “Tengo una enfermedad: veo el lenguaje” (la cursiva es mía). Yo, esa noche, tuve el síntoma.