La primera y última vez que subo un texto con aire de discurso, y encima sobre un tema que toca la política:
“Los diarios
hablan de todo, salvo de lo diario. Los diarios me aburren, no me enseñan nada;
lo que cuentan no me concierne, no me interroga y, de antemano, no responde a
las preguntas que hago o que quisiera hacer.”
Georges Perec.
Ya se ha hablado muchísimo sobre la Guerra de las Malvinas,
desde hace más de treinta años que persisten diferentes opiniones, críticas y
contra-críticas, narraciones verosímiles de los hechos y narraciones aún más
verosímiles de los hechos, escándalos mediáticos, reclamos de un lado, del
otro. Ya hace más de treinta años que los dos de abril se llevan a cabo actos
patriotas en donde se conmemora el aniversario del conflicto bélico. Y las
islas siguen siendo inglesas. Parece que con el imperialismo no se puede
batallar. Esto produce desazón. Para la desazón, casi siempre hay que buscar
una salida. Mi salida personal se llama Rodolfo Fogwill.
Fogwill fue un escritor y sociólogo argentino, autor de uno
de los pilares de la literatura nacional: Los
pichiciegos. La temática habla sobre las Malvinas, y brinda una
interpretación inédita de los hechos: contar la guerra desde dentro, dejando de
lado todo traqueteo politiquero, y concentrándose en aspectos que parecen
nimiedades pero que constituyen la esencia de lo acontecido. El sentir de los
soldados, sus pequeñas alegrías, sus constantes padecimientos, sus deseos, sus
ideas. Y justamente esto es lo que falta, lo que no se encuentra en las tapas
de los diarios de la época (ni actuales), en las discusiones diplomáticas entre
el gobierno argentino y el británico, en las distintas perspectivas y en quién
tenía razón y quién no. Se excluyen a las miles de vidas que fueron a poner el
pecho al sur, para exhibir “lo que importa”, “lo imprescindible”. Y antes de la
patria, está el individuo. Entonces, ¿por qué no nos detenemos un poquito más
en cada uno de estos individuos? Por eso la obra de Fogwill es ya
imprescindible, porque a la vez que exhibe cómo se vivió ese período de guerra,
con el frío que calaba los huesos y la posibilidad de que una bomba explote y
te haga volar por los cielos, es una crítica despiadada a la incomunicación
reinante en la época de la dictadura, donde nada de lo que te vendían coincidía
con la realidad. De ahí el nombre Pichiciegos:
el “pichi” es un bicho que vive debajo de la tierra, y que es ciego.
Metáfora que podría aplicarse como moraleja en el contexto actual. Una vez más,
la ficción que es más real que lo que pretende ser real.
¿Qué sentían los soldados allá en Malvinas? Miedo. Pero
miedo es una palabra nomás. Mejor dejar a la tinta de Fogwill que explique un
poco en qué consiste:
“El miedo: el miedo no
es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo –a
una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida-, y otra distinta es el
miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. Vas con ese miedo natural,
constante, repechando la cuesta, medio ahogado, sin aire, cargado de bidones y
de bolsas y se aparece una patrulla, y encima del miedo que traés aparece otro
miedo, un miedo fuerte pero chico, como un clavito que te entró en el medio de
la lastimadura. Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que
siempre llevás y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó.
Uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse el
gusto de sentir alivio cuando ese miedo chico –a un bombardeo, a una patrulla-
pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda.”
¿Y por qué no utilizar el humor corrosivo, también? ¿Por qué
no burlarse en la cara de los genocidas que nos gobernaron en la época de la
dictadura? Según Marcos Aguinis, los humoristas que abordan asuntos políticos y
bajan de un hondazo a los funcionarios con humo en la cabeza, gula de mando e
ineficiencia administrativa le dan voz a la gente de a pie o a la sociedad
amordazada. Y Fogwill también era un humorista, un humorista fino, que nos está
dando voz, a saber:
“El coronel que nos
habló la segunda vez se llamaba Víctor Redondo, pero tenía la cara medio
triangular y finita. Me presentó a un piloto argentino que me dio la mano, me
la apretaba y no me la soltaba. Miraba a los ojos: no parecía militar. Hablamos
una hora sobre aviones. Después, al irme, sentí que le decían el nombre y no lo
pude creer: ese se llamaba Cuadrado. ¿Sería casualidad? Tenía la carita
redonda.”
Y como punto final, nada más y nada menos que el final real,
el final de la guerra. Un final que es apertura para plantearnos miles de temas
a nivel país e individuo. ¿Estamos conmemorando, de verdad, a los mártires de
Malvinas?:
“No sabían cómo
terminaba, pero sabían que terminaba. Era como en el cine, cuando se sabe que
la función se acaba porque atrás ya andan los acomodadores estirando las
cortinas, pero se desconoce cómo termina la película, quiénes mueren, quiénes
pierden, quién se casa con quién.”
Esto es lo que tuve que leer hoy en el acto de mi escuela para conmemorar los 31 años y un día de la Guerra de Malvinas. Y recién me pasó algo muyyyyy curioso, una especie de causalidad. El otro día empecé a leer Vivir afuera, del señor Rodolfito Fogwill, después de terminar con Coetzee que casi me hace llorar con su visión tan desesperanzada de la vida (el tipo ganó el Premio Nobel de Literatura y tiene huevos, todavía, para hablar del fracaso!!!!!). Bueno, como decía, pasando las páginas de Vivir afuera me encuentro con un fragmento que me hubiese gustado agregar al "discurso", así me echaban de la escuela. Una mina, Susi, está en la garita esperando a su amigo el Pichi, frenan dos canas, llega el Pichi, y se da cuenta que éste va a hacer un maneje con los oficiales. También está su amiga, Mariana, una prostituta, que acompaña al Pichi. Ahí va:
Pudo escuchar desde el alero: los tipos reían y se asombraban de la cantidad de droga que Mariana era capaz de esconder en la vagina. Esta vez, habían sido dos preservativos llenos de productos y ellos querían saber:
-¿Es pura?
-Y yo qué se... -escuchó que decía el Pichi-. Es la parte que me tocó de una mejicaneada en Palermo.
Mentía: todas las mejicaneadas -lo sabía bien Susi- eran en la zona norte de la provincia. Oírlo mentir y hablar de mejicaneadas, y esa seguridad que empezó a sentir desde la primera pitada del cigarrillo, le estaban devolviendo el aliento. Escuchaba:
-¿Pero no la probaste? -quería saber uno, parecía la voz del de civil.
-¡Ni en pedo! Yo no toco esa mierda... -les contestaba el Pichi.
Eso sí era verdad. El Pichi nunca tomaba drogas, ni pastillas. Porro fumaba siempre y en todos los barrios por los que andaba escondía sus canutos: bolsitas de celofán de cigarrillos con dos porritos armados, o con picadura como para armar media docena de finos. Tenía canutos en huecos de árboles, en medidores de gas, en junturas de chapas -en esa misma casilla debía haber alguno de sus canutos- y en lugares donde nadie se le hubiera ocurrido buscar.
A veces perdía algún embute -llamaba "embute" a sus canutos- y andaba como loco pensando y frotándose las manos hasta que la cara se le iluminaba de alegría, y gritando "me lo acordé", salía para aparecer al rato con un manojo de cigarrillitos entre los dedos, como si fuera a fumáselos todos de una vez.
O entraba cantando:
-¡Hola chicoooos! ¡Llegó Papá Noel!
Y repartía porro para todos.
También era verdad que él pensaba que las drogas eran una mierda. Siempre decía:
-La coca, el ácido, las pepas y las anfetas son una mierda, son drogas inglesas...
Que algo fuera inglés era lo peor que sabía decir el Pichi. Últimamente que estaba metiéndose en mejicaneadas por la zona norte, cuando aparecía con plata, o con droga para cambiar, explicaba:
-Anoche reventamos a unos ingleses -aunque jamás hubiera ingleses para apretar, y aunque la mayoría de los revendedores que apretaban fuesen villeros de San Isidro o de la zona de El Tigre, o bolivianitas petisas y deformadas que a lo último que podían parecerse sería a un inglés."
Gente, esto se llama de una única manera: ¡¡¡¡¡Escribir sin prejuicios, mierda!!!!!