domingo, 28 de julio de 2013

¿Y para qué carajo me sirve esto?

"El Binomio de Newton es tan hermoso como la Venus de Milo; lo que pasa es que muy poca gente se da cuenta".

Debido a algunas cosas que vengo experimentando, hay una determinada clase de personas que están llamando mi atención últimamente: los divulgadores científicos. Esos loquitos con anteojos enormes que se ponen en el medio de dos extremos: el público científico, y el resto de la sociedad. Y actúan como mediadores, es decir, le transmiten a las personas no especializadas conocimientos de alto vuelo intelectual, de una manera simple. Se me viene a la cabeza una frase de Bukowski mientras escribo esto: "Un intelectual es el que dice una cosa simple de un modo complicado. Un artista es el que dice una cosa complicada de un modo simple". Y los divulgadores científicos entran dentro de la segunda categoría. Explicar lo complejo de modo sencillo. Entonces, ¿por qué no incluirlos dentro de lo que se llama un artista?
Un claro ejemplo es el matemático y periodista Adrián Paenza. Argentino. Escribió una colección de cinco tomos llamada "Matemática... ¿estás ahí?", entre otros títulos. Me voy a centrar en ella ya que es lo que vengo leyendo en estos tiempos.
Se encarga de enseñar matemáticas (la materia que más se asemeja a una bruja en la gran mayoría de la gente, y todavía no entiendo por qué) de una manera cotidiana, creativa, artística, si se quiere. Uno de sus objetivos está en mostrar a la sociedad que esta ciencia se encuentra en cada boludez de nuestro día a día, en contraposición con el famoso cuestionamiento en una clase de matemáticas: "¿y para qué carajo me sirve esto?".
El primer tomo arranca con un cuento. Sí, porque las matemáticas también se relacionan, y mucho, muchísimo, con la literatura (si no me creen lean a Perec, y a todos los miembros de la Oulipo). Un cuento que, según nos explica Paenza, utiliza uno de sus amigos, el músico y matemático Pablo Amster, como apertura para todas sus charlas. Se encarga de poner en funcionamiento el famoso pensamiento lateral, uno de los temas que van a ser reiteradamente abordados a lo largo del libro. Y que en cierto sentido encaja perfectamente con lo que vengo escribiendo.
Se los dejo, para que saquen sus propias conclusiones:

La mano de la princesa.

Una conocida serie checa de dibujos animados cuenta, en sucesivos capítulos, la historia de una princesa cuya mano es disputada por un gran número de pretendientes.
Éstos deben convencerla: distintos episodios muestran los intentos de seducción que despliega cada uno de ellos, de los más variados e imaginativos.
Así, empleando diferentes recursos, algunos más sencillos y otros verdaderamente magníficos, uno tras otro pasan los pretendientes pero nadie logra conmover, siquiera un poco, a la princesa.
Recuerdo por ejemplo a uno de ellos mostrando una lluvia de luces y estrellas; a otro, efectuando un majestuoso vuelo y llenando el espacio con sus movimientos. Nada. Al fin de cada capítulo aparece el rostro de la princesa, el cual nunca deja ver gesto alguno.
El episodio que cierra la serie nos proporciona el impensado final: en contraste con las maravillas ofrecidas por sus antecesores, el último de los pretendientes extrae con humildad de su capa un par de anteojos, que da a probar a la princesa: ésta se los pone, sonríe y le brinda su mano.

La historia, más allá de las posibles interpretaciones, es muy atractiva, y cada episodio por separado resulta de una gran belleza. Sin embargo, sólo la resolución final nos da la sensación de que todo cierra adecuadamente.
En efecto: hay un interesante manejo de la tensión, que nos hace pensar, en cierto punto, que nada conformará a la princesa.
Con el paso de los episodios y por consiguiente, el agotamiento cada vez mayor de los artilugios de seducción, nos enojamos con esta princesa insaciable. ¿Qué cosa tan extraordinaria es la que está esperando? hasta que, de pronto, aparece el dato que desconocíamos: la princesa no se emocionaba ante las maravillas ofrecidas, pues no podía verlas.
Así que ése era el problema. Claro. Si el cuento mencionara este hecho un poco antes, el final no nos sorprendería. Podríamos admirar igualmente la belleza de las imágenes, pero encontraríamos algo tontos a esos galanes y sus múltiples intentos de seducción, ya que nosotros sabríamos que la princesa es miope.
No lo sabemos: nuestra idea es que la falla está en los pretendientes, que ofrecen, al parecer, demasiado poco. Lo que hace el último, ya enterado del fracaso de los otros, es cambiar el enfoque del asunto. Mirar al problema de otra manera.

Muchas veces es necesario lateralizar en la vida, para darse cuenta que la solución estaba más cerca de lo que uno creía. Solo hacía falta ingenio.

Adrián Paenza.

Pablo Amster.

lunes, 20 de mayo de 2013

"¿Y por qué no lo escribís?"

¿Alguien tiene ganas de llorar de la emoción, aparte de porque sea lunes y se nos haya esfumado el fin de semana como arena entre las manos? Yo, en realidad, no tenía ganas, hasta que pasó lo que me movió a presionar el botón "entrada nueva". Y es que realmente no interesa si tenemos ganas o no. Los momentos decisivos, o al menos importantes en la vida de una persona, no se premeditan, están, surgen, y ya. No hay vuelta que darles, no hay modo de escapar. Se te vienen encima, te hacen naufragar o te tiran un bote salvavidas.
En este caso, creo que el texto de mi profesor de taller literario, el escritor Pablo Ramos, cumple con las dos funciones, y muchas más. Un tipo que escribe desde las entrañas. Y no hay con que darle, porque se llega a un punto en el que el sentimiento que mueve a que él escriba te mueve a vos a leerlo. Entonces quedás lagrimeando, tratando de experimentar ese dolor que movió al tipo, que nunca vas a igualar, pero que constituye un intento, un regalo humilde, como para pagar semejante prosa.




“Anotar lo que sé tanto como lo que espero saber. Describir mi sed de alcohol que comienza a las nueve de la mañana, y que a las once y media ya escapa a todo control. Describir la humillación de beber furtivamente y el sabor amargo de la ginebra; escribir sobre el peso del desaliento y la desesperación; escribir sobre los terrores sin nombre; escribir sobre los penosos ataques de la ansiedad infundada; escribir sobre el horror al fracaso. El esfuerzo por recuperar el aguzamiento de las sensaciones, la sensación de que se ha corrompido un margen de esperanza” (John Cheever, Diarios)

Muchas veces pienso que escribir me rescató de la peor soledad, de esa soledad que yo tenía pero en la cual yo no me tenía. A ver… rescató mi compañía, me rescató a mí como compañía propia, como compañía de mí mismo.
     Durante mucho tiempo viví en una soledad abrumadora, triste, patética, lastimera, esa de los primeros tiempos de divorciado a mí duró muchos años, porque las cosas se me complicaron un poco (la moneda en esa época parecíacargada, y caía siempre del lado perdedor). Tenía dos ex mujeres que habían convertido a mis hijos en ex hijos, también. Vivía rodeado de rencor. No podía ver a mis hijos porque la falta de trabajo me lo impedía. La falta de trabajo, en donde yo vengo, acarrea la falta de dinero que acarrea la falta de un lugar decente donde dormir y comer un plato de algo caliente que acarrea las ganas de volarse la cabeza con una 45 o con veinte gramos de lo que sea o con el culo de una prostituta gorda que sólo pida caricia de amor y nos haga un lugar entre sus enormes tetas. El resultado de todo eso: yo
    Y la solución que se me ocurrió fue peor que el problema mismo: resentirme, y entonces fui alimentando el sentimiento de fracaso, poniéndole rama tras rama a esa hoguera de lástima sobre mí mismo hasta el punto de perder aún más de lo que había perdido. Al punto de perder la fe en mí.
    Eso, como dije, duró mucho. Quince años, para ser exactos. Soportados básicamente con alcohol, y a veces con otras cosas.
    Hubo un día, como siempre hay un día en la vida de un hombre, en que me crucé con un ángel, en el pabellón de ingreso de esa cárcel de Caseros: el viejo Mario C. que hacía una semana me tenía medio obligado a asistir a las reuniones de A.A. que organizaba él, por su cuenta, sin ayuda externa de esa institución ni de nadie. El también me había dado, meses atrás, las fotocopias de El que tiene sed (novela de Abelardo Castillo), y de Don Juan de la Casa Blanca (Novela corta de Liliana Heker) diciéndome que leyera para entender de qué se trataba el dolor que hay en las dos orillas de nuestro problema.
     −¿De pasársela preso? –le pregunté.
     −No, querido, de pasársela drogado, o borracho.
     Yo le tenía respeto a Mario C., todo el mundo se lo tenía. Y un día me decidí y junté mi primera semana sin drogas ni alcohol, ahí adentro: en la cárcel. Por él, como para que sintiera, no sé, orgullo de mí. Hasta que una noche me sentí desamparado por él. Yo lo tenía loco, le ocupaba más de su tiempo que cualquiera. Pensaba que decir toda la perorata de mis sentimientos era lo que me iba a ayudar a estar mejor, o al menos, a pasar el tiempo más rápido. Y estaba meta hablarle desde mi celda al silencio oscuro del pasillo, donde a él lo dejaban estar para que escuchara las confesiones de los que estábamos más necesitados, cuando, harto de mis lamentos, me dijo las palabras mágicas:
     –¿Y porqué no lo escribís?
Recuerdo que primero me enojé, porque tanto me había insistido para que le contara (a él y al grupo de ayuda que dirigía él) lo que me andaba pasando y ¿ahora me decía que lo escriba? ¿Llevaba recién una semana sobrio y ya se había hinchado las pelotas de mí? Algo así le dije, pero creo que con palabras más fuertes. Y el viejo largó una risita, dos toses secas de tabaco y me lo dijo otra vez, pero de otra manera:
    −Escirbimeló, no seas boludo –me dijo−, que yo lo leo. Hablando sos insoportable, y yo no soy tu vieja para quedarme acá aguantando tu lloriqueos de autocompasión.
    Y no es que me puse a escribir enseguida. Pero la puñalada se fue infestando, y tiempo después, en circunstancias distintas pero parecidas, me compré la máquina de escribir.
     Fue con el primer sueldo, dos meses después de haber salido de la cárcel. Llegué a la pensión de noche y recuerdo con cuánta ilusión la abrí. Recuerdo exactamente la manera en que puse la hoja, esa primera hoja, de un block que había venido de regalo junto con la máquina, amarillenta, gruesa, áspera. Preciosa. La máquina era nueva, de esas de plástico y hojalata que se siguen haciendo en china. Y no me iba a durara mucho tiempo. A esa primera máquina no le andaba el número seis, por eso hoy yo le saco a mis máquinas de escribir el número seis. También a los teclados de PC que uso a veces para escribir y siempre para corregir mis textos.
    Creo que esa noche no escribí nada, de eso sí que no me acuerdo, pero podría decir que no escribí nada. Pero fue nomás poner la hoja en la máquina y saber que yo podía, en esa pieza de pensión y a partir de ese momento, hacer lo que quisiera en esa hoja, podía ser quien quisiera, podía odiar mucho más a los que odiaba, podía amar mucho más a los que amaba, podía triunfar en el odio y en el amor. Podía escribir sobre la realidad y modificarla en todos los lugares en que no me gusta, o en los lugares en que me sentía traicionado por ella. Podía usar la imaginación de esa manera que me parece a mí más refinada que la de inventar monstruos y magos  o copiar y pegar de un blog o de otros libros: la imaginación que se afina para perforar la superficie de las cosas, esa imaginación. Que enfrenta el desafío mayor de, ahora sí, recortar y reinventar esos espacios de tiempo que separaban dos momentos de la vida que deberían haber estado juntos. Que inventa contexto y recién luego se convierte en texto. Coser, bordar, unir, el texto y mi vida. El texto: mi vida. Hacer de esa realidad una nueva realidad. Y crear un personaje que se separe de mí y viva en esa nueva realidad y que sea también mi compañía. Cuando pudo animarme a hacerlo encendí la llama de otra hoguera.
   Fue un principio, muy primario, muy imperfecto, y eso también lo superé. Tiempo después me di cuenta de que, más que el personaje, la historia era mi compañía. Y eso también lo superé, con el tiempo. Y más tiempo, y más tiempo. Y lo que me pasa ahora es que siento que el lenguaje escrito es mi compañía. Que escribir una palabra tras otra aventurándome en una nueva manera de concebir el lenguaje es lo que necesito para que crezca mi dignidad. Para que, poco a poco, vaya naciendo un verdadero Pablo, más real, más noble, más valioso. Necesito escribir como si nunca hubiera escrito cada vez. Eso se puede ver en mis tres libros publicados y se va a ver en un cuarto, cuando corrija esta historia que acabo de terminar. Y espero se vea siempre. Creo que el día que no pueda encontrar una nueva manera de contar, un nuevo lenguaje que me haga compañía, que sea mi aventura y mi compañía al mismo tiempo, creo que ese día sin lugar a dudas voy a dejar de escribir para finalmente hacer eso que tanto me gusta y que me sale tan mal que es tocar la trompeta.
     Con respecto a la juventud, a la estética, a la experimentación, al estilo creo que son, si no tienen el contexto de la necesidad espiritual de quien escribe, sólo palabras. Sólo masitas para la hora del té.
    Con respecto a la llamada “literatura del yo”, bueno, la mía está bien alejada de eso, pienso algo sencillo: depende de qué “yo”. Depende de quién sea.
En palabras de un perro viejo:
Alguna gente es joven
Y nada más
Alguna gente es vieja
Y nada más
En el medio están los otros

Gracias Charly, y como diría mi madre: Será.

lunes, 6 de mayo de 2013

Bukowski y el género autoayuda

"Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza." Ernesto Sábato.
"Todos conocen la misma verdadnuestra vida depende de como la distorsionamos." Woody Allen.
"No hay nada más aburrido que la verdad." Charles Bukowski.


Crítica. ¡Hoy estoy super crítico! Y lo más feo es que me gusta. En un momento de mi vida odiaba a los críticos, pensaba que eran el tipo de personas que destruían la literatura, que la desprestigiaban, etc. Después me puse a pensar de que si el mundo entero escribiría y publicaría todo lo que escribe o siente, ahí sí la literatura sería una mierda. Peor todavía: ¡los escritores le robarían tiempo a los lectores! ¿Entienden? Un escritor, al publicar, asume un compromiso con el lector, es decir, piensa que no le va a robar el tiempo, que lo que éste va a leer va a ser algo bueno, al menos que zafa. Por esta razón se necesita de determinado filtro, aunque tampoco nos vallamos al carajo. Lo reduciría a una sola regla, de la mano de Bolaño: "Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y escribir lo que quiera escribir. Estoy en contra de la censura y de la autocensura. Con una sola condición: si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres." Y esto también es arte. Decir lo que no quieren que digas.
Mi crítica actual se centra en lo que considero más vulnerable actualmente (soy mal crítico, jaja), en esta oleada de libros del género autoayuda, que están colonizando las vidrieras de todas las librerías y que cada vez me rompen más las pelotas.
¿En qué consiste el género? Son personas que se creen tocadas por una barita mágica, poseedoras de la verdad sobre la existencia, en su mayor medida sectarias, y que muestran un camino (el cien por ciento de los casos el más estrecho) para llegar hasta donde ellos llegaron, que sería el punto culminante de la vida o existencia o como quieran llamarlo. Se dice que "ven con claridad" las cosas, que son personas "lúcidas", etc. Sinceramente no veo nada más alejado de la claridad o la lucidez que una persona dogmática, que acepte una única verdad, un único camino, cuando lo real se caracteriza justamente por la diversidad, la pluralidad de sentidos. Lo más cómico es que se muestran a sí mismos como una solución aparte, algo alejado de todo lo común, lo mediocre, como religiones, ideologías políticas, etc., es decir, que se centran en el nudo de la existencia, entre otras cosas, cuando en lo concreto terminan siendo de lo más inferior, de lo más lamentable. Quieren iluminar, y ¿qué es lo que causan en la gente? Más confusión. Típica característica del período post-moderno: avasallamiento de información, y cero filtro que la regule, que diga bueno, esto puede ser, esto es una huevada, esto es. Se ofrecen millones de caminos en donde alcanzar la felicidad, la plenitud, etc., por medio de Dios, por medio del culto a San la Muerte, por medio del reiki, por medio de las drogas... Y así podemos seguir contando.
Ahora bien, me pregunto: ¿por qué mierda necesitamos tanto de claridad? ¿Por qué necesitamos de alguien o algo que nos ordene la existencia? Dando vuelta el cuestionamiento, ¿no se podrá aceptar que la realidad es caos, desorden, complejidad? ¿No se podrá vivir en ese caos, en ese desorden, en esa complejidad?
No voy a responder porque lo que menos quiero ser en esta vida es profeta o gurú o "consegista" profesional. Simplemente les dejo a su disposición una persona que sí supo vivir en el caos, y cómo. Estamos hablando de un exceso, porque me gustan las hipérboles, bien representativas. Con ustedes, el alcohólico Charles Bukowski, y un poema que me hizo mear de la risa:

A la puta que se llevó mis poemas.


 Algunos dicen que debemos eliminar del poema
 los remordimientos personales,
 permanecer abstractos, hay cierta razón en esto, pero
 ¡Por Dios!
 ¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!
 ¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!
 ¡Es intolerable!
 ¿Tratas de joderme como a los demás?
 ¿Por qué te no te llevaste mejor mi dinero? Usualmente
 lo sacan de los dormidos y borrachos pantalones enfermos en el 
 rincón
 La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete 
 de cincuenta,
 pero mis poemas no.

 No soy Shakespeare
 pero puede que algún día ya no escriba más,
 abstractos o de los otros;
 Siempre habrá dinero y putas y borrachos
 hasta que caiga la última bomba,
 pero como dijo Dios,
 cruzándose de piernas:
 "veo que he creado muchos poetas
 pero no tanta poesía".

¿Será ésta la puta que se llevó sus poemas?








lunes, 15 de abril de 2013

¿Cómo hacés para pintar un sonido?

Qué pregunta picante, eh. La verdad que no tengo la más puta idea, pero conozco a alguien que sí, que supo pintar un sonido y que se convirtió en uno de los artistas más grandes que nos dio la historia: Edvard Munch.
Se comparaba con Leonardo Da Vinci: éste hacía estudiado anatomía humana y había diseccionado cuerpos, Munch se encargaba de diseccionar almas. De ahí el término "expresionismo". ¿Por qué el grito es un cuadro expresionista? Porque combina el estado psíquico con la naturaleza, con el paisaje, y ambos se modifican recíprocamente. Fíjense cómo el entorno en donde se encuentra esa persona/gusano nos lleva a lo más hondo del fondo de su ser: la desesperación (como se llamaba antes de su nombre definitivo), la necesidad de un grito que raje la tierra. Y fue así: el grito no sólo se mira, se escucha, retumba y nos deja sordos.
El documental que cuelgo abajo nos brinda un recorrido muy completo sobre la pintura, basándose en la historia personal de su autor y en la vida que cobra éste (el cuadro) después de unos años, para convertirse en un hito del arte. Además, se adjunta una especie de crítica a la post-modernidad, estableciendo que la masificación de esta obra de arte, utilizada como una mercancía más, ignora el verdadero sentido que tiene etc etc.
Una de las cosas que más me llamaron la atención, fue la descripción del material que utilizó el tipo para pintar. Es un pedazo de cartón, con un boceto del original en la parte trasera, manchado y hasta cortado con cuchillo. Un pedazo de cartón valuado en unos cuántos millones de dólares. Pero hay algo más trascendente y que me dejó nublado: aparte de las manchas, aparte de las rajaduras, aparte del descuido, hay una inscripción en lapicera en la parte superior, más o menos donde se exhibe el crepúsculo, que no se sabe si fue escrita por Munch o por otra persona. ¿Qué dice? Lo siguiente: "Este cuadro sólo pudo ser pintado por un loco".


Entonces yo también quiero estar loco.













Aparte de sordo, ciego... ¡Lo que son esos rojos, la desesperación hecha imagen!


jueves, 11 de abril de 2013

XXX

"El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores."
Woody Allen.

¿De qué vamos a hablar hoy? De sexo. Y todo comienza con una aclaración: no hacen falta páginas porno baratas para pajearse (tanto para la mujer como para el hombre), se puede hacer con más calidad, con más sutileza. El secreto está en la literatura erótica.

Hay dos escritores que me vuelven loco a la hora de escribir sobre sexo: Fogwill y Cortázar (cuando creé este blog me dije a mí mismo que iba a nombrarlo a Julio una vez cada tanto, porque sino se iba a tornar aburrido que todo, absolutamente todo hable de él habiendo tantos escritores grosos, pero bueno, disculpen, a veces el amor puede más que la razón, no puedo evitarlo). Se nota que los dos cogían como los dioses, y aparte sabían captar el tinte poético que tiene el hecho de coger. El primero, más seco, más arisco, el segundo, más lírico. A esta altura, me quedo con Fogwill, no solo por el hecho de que estoy leyendo Vivir afuera en estos momentos sino porque tarde o temprano se llega a la conclusión de la mayoría de los representantes del realismo: está muy bueno llevar al plano de la literatura lo llano, lo real, y no colocar en un pedestal al arte y la poesía. De cualquier manera, Julio fue el propulsor de esta tendencia, gracias a Torito, El examen (rechazado la primera vez por la editorial por contener "malas palabras"), Los premios, etc etc. Ah, y las relaciones sexuales de Libro de Manuel, que son terribles!!!

A lo que voy: pasar algunos fragmentos de estos tipos para estimular las hormonas de los lectores. Por un lado, el enormísimo cronopio relatando una relación de dos jóvenes inexpertos, vírgenes. Sensibilidad al máximo. Por el otro, Fogwill encamándose con una prostituta. Aspereza al máximo. Dos posturas distintas para una misma cosa.


Fragmento de 62/Modelo para armar, Julio Cortázar:


Las almendras y el chocolate se habían terminado, llovía despacio sobre la claraboya y Celia se amodorraba, mal envuelta en una sábana arrugada, oyendo como desde lejos la voz de Austin, perdida en una fatiga que debía ser la felicidad. Sólo por momentos la hostigaba otra cosa, como si algo se trizara finamente en ese blando, uniforme abandono, una mínima grieta que la voz de Austin volvía a colmar por un rato, y debía ser muy tarde y tendrían que decidirse y bajar a comer, y Austin se empecinaba en preguntar pero piensa un poco, piensa en eso, ¿qué conocía yo de ti?, inclinándose para besarla y repetir la pregunta, ¿qué conocía yo realmente de ti? Un rostro, unos brazos, tus pantorrillas, tu manera de reírte, lo mucho que vomitaste en el ferry-boat, nada más. Estúpido, había dicho Celia con los ojos cerrados, y él insistía, piensa un poco porque es grave, es tan importante, desde el cuello a las rodillas el gran misterio, estoy hablando de tu cuerpo, de tus senos, por ejemplo, qué sabía yo más que una forma marcándose en tu blusa, ya ves, son más pequeños de lo que imaginaba, pero todo eso no es nada al lado de otra cosa mucho más grave y es que también tú tenías que descubrir que otros ojos iban a verte por primera vez, lo que se dice verte tal como eres, enteramente tú y no el sector de arriba y el sector de abajo, ese mundo de mujeres descuartizadas que miramos en la calle, esos pedazos que ahora mi mano puede juntar en uno solo, de arriba abajo, así. Ah cállate, había dicho Celia, pero era inútil, Austin quería saber, necesitaba saber quién había podido mirar alguna vez así su cuerpo, y Celia había vacilado un instante, sintiendo que en la felicidad se abría otra vez paso la fina grieta instantánea, y después había dicho lo previsible, nadie, en fin, el médico, claro, una compañera de habitación cuando veraneaban en Niza. Pero no así, por supuesto. Pero no así, había repetido Austin, naturalmente que no así, y por eso tienes que comprender lo que es haber creado de una vez por todas tu cuerpo como lo hemos creado tú y yo, acuérdate, tú vuelta de espaldas y dejándote mirar, yo bajando poco a poco la sábana y viendo nacer eso que eres tú, esto que ahora se llama de veras con tu nombre y habla con tu voz. El médico, me pregunto qué pudo ver el médico de ti. Sí, en algún sentido más que yo si quieres, palpando y sabiendo y ubicando, pero ésa no eras tú, eras un cuerpo antes y después de otro, el número ocho un jueves a las cinco y media en un consultorio, una inflamación de la pleura. Las amígdalas, había dicho Celia, y el apéndice hace dos años. Como tu madre, si vamos al caso, cuando eras pequeña nadie pudo conocerte mejor que ella, es obvio, pero tampoco eras tú, solamente hoy, ahora en esta pieza eres tú, tampoco tu madre cuenta, sus manos te limpiaban y conocían cada repliegue de tu carne y te hacían todo lo que hay que hacerle a un niño casi sin mirarlo, sin ponerlo definitivamente en el mundo como yo a ti ahora, como tú y yo ahora. Vanidoso, había dicho Celia, abandonándose otra vez a la voz que la adormecía. Y las mujeres hablan de virginidad, había dicho Austin, la definen como la hubieran definido tu madre y tu médico, y no saben que solamente hay una virginidad que cuenta, la que precede a la primera mirada verdadera y se pierde bajo esa mirada, en el mismo instante en que una mano alza la sábana y junta por fin en una sola visión todas las piezas del puzzle. Ya ves, en lo más hondo yo te tomé así antes de que empezaras a quejarte y quisieras una tregua, y si no te escuché y no te tuve lástima fue porque ya eras mía, nada de lo que hiciéramos o no hiciéramos podía cambiarte. Fuiste bruto y malo, había dicho Celia, besándolo en el hombro y acurrucándose, y Austin había jugado con el vello rubio de su vientre y había dicho algo sobre el milagro, que el milagro no había cesado, le gustaba decir cosas así, no, no ha cesado, insistía, es algo lento y maravilloso y durará todavía mucho, porque cada vez que miro tu cuerpo sé que tengo todavía tanto por descubrir, y además te beso y te toco y te respiro, y todo es tan nuevo, estás llena de valles desconocidos, de barrancos llenos de helechos, de árboles con lagartos y madréporas. No hay ninguna madrépora en los árboles, había dicho Celia, y me da vergüenza, cállate, tengo frío y dame la sábana, tengo vergüenza y frío y eres malo. Pero Austin se inclinaba sobre ella, apoyaba la cabeza entre sus senos, déjate mirar, déjate poseer de verdad, tu cuerpo es feliz y lo sabe aunque tu pequeña conciencia de niña bien criada lo niegue todavía, piensa hasta qué punto era horrible y contra natura que tu piel toda entera no hubiese conocido la verdadera luz, apenas el neón de tu cuarto de baño, el falso beso frío de tu espejo, tus propios ojos examinándolo hasta donde alcanzaban a verlo, mal y falsamente, sin generosidad. Ya ves, apenas te quitabas un slip ya venía otro a reemplazarlo, caía un corpiño para que el siguiente aprisionara esas dos palomitas absurdas. El vestido rojo después del gris, la falda negra después de los blue-jeans, y los zapatos y las medias y las blusas... ¿Qué sabía tu cuerpo del día? Porque esto es el día, estar los dos desnudos y mirándonos, éstos son los únicos espejos de verdad, las únicas playas con sol. Aquí, había agregado Austin un poco avergonzado de sus metáforas, tienes un lunar muy pequeño que quizá no conocías, y aquí otro, y entre los dos y este pezón hacen un bonito triángulo isósceles, no sé si lo sabías, si tu cuerpo tenía verdaderamente esos lunares hasta esta noche.
—Tú eres más bien pelirrojo y horrible —dijo Celia—. Ya es tiempo de que te enteres si vamos al caso, a menos que Nicole te lo haya explicado en detalle.
—Oh no —dijo Austin—. Ya te conté, era otra cosa tan distinta, no había nada que descubrir entre nosotros, ya sabes cómo pasó. No hablemos más de ella, sigue diciéndome cómo soy, también quiero conocerme, yo también era virgen, si quieres. Oh sí, no te rías, yo también era virgen, y todo lo que te he dicho vale por los dos.
—Hm —dijo Celia.
—Sigue diciéndome cómo soy.
—No me gustas nada, eres torpe y demasiado fuerte, y estás lleno de olor a tabaco, y me has hecho daño y quiero agua.
—Me hace bien que me mires —dijo Austin—, y quisiera advertirte que no termino en absoluto a la altura del estómago. Sigo más abajo, mucho más abajo, si te fijas bien verás una cantidad de cosas: allá están las rodillas, por ejemplo, y en este muslo tengo una cicatriz que me hizo un perro en Bath, un día de vacaciones. Mírame, aquí estoy.


Rodolfo Fogwill, Vivir afuera:


(Wolf, alter ego de Fogwill, se encama con una prostituta. Monólogo interior de la prostituta):


Nunca me imaginé que un chabón de estos podría tener tantos libros y que los haya leído a todos. Este es un depto que debe costar unos quinientos mil: cinco mil por lo menos de alquiler. EStoy mojada abajo: quiero chupársela a este jovato. Blanda es mejor. Estoy segura de que si se la chupo blanda y lo hago acabar yo acabo con él al mismo tiempo y sin que él se avive. Seguro que por no cobrarle nada y por gozar el día menos pensado te tira un mil, o más. Los tipos son así. Este es un flor de hijo de puta: las caza todas al vuelo y viene y te pregunta "nena, ¿te gusta pegar?" no porque quiera que lo fajen sino para hacerte entender que le gusta darte con todo. ¿De dónde sacará la guita para bancar todo este circo? De herencia no es, porque si este tipo llega a heredar algo se lo revienta en una noche. ¿Hará la guita leyendo esos libros de mierda?

(Diálogo entre ambos):


-¡Guau...! Wolf... Cuando te reís así parece que fueras un gordo y sos flaquito.

-Me acuerdo de unos giles -repetía Wolft- que decían: "No te metas con esa mina que no acaba" y cuando yo les decía... -reía a carcajadas ahora- "Y a mí qué me importa si yo sí? ¡Si yo sí acabo!", los boludos me miraban como a un loco, o como si les dijera un chiste. Mi amor: entendeme... ¡a mí qué carajo me importa! -no podía parar de reir y ella terminó riendo por contagio.

(Monólogo interior de Wolf):


Tiene el tipo de piel que reacciona siempre como es debido. Cuando se arrodilló como para que la incitara a chupársela se le hincharon las mejillas y le fueron cambiando los colores de la cara y las manos. Aprieto ahí en el cuello y se le erizan los hombros y las tetas. Claro... No ha de ser sólo por el dolor: debe estar un poco pasada de droga. Esta porquería que me hizo jalar es fuerte... No sería raro que le hayan metido algún afrodisíaco... Alcaloide seguramente tiene, pero no tanto como ella y los que se la vendieron o se la dieron en paso de algo deben pensar...
Pero con o sin droga esta mina tiene algo en la piel que se parece a su cabeza. ¿Qué carajo tiene en la cabeza esta mina que me entusiasma tanto? Y el olor...


(Diálogo, de nuevo):


-¿Siempre te cambia así el olor? -Ella, tendida, movió apenas la cabeza como señal de que aunque pareciera dormida, lo escuchaba-. Claro... Desde que no fumo percibo mucho mejor los olores, pero vos tenés algo... En la piel... -Wolf trataba de rememorar dónde había sentido ese tipo de piel, en sus tiempos de fumador. Ella lo interrumpió:

-¡Seguí diciéndome cosas!
-Cosas... Cosas... ¡Cosas!


Una cara de cuerdo el tipo...

Julito querido!


El posible departamento donde se desarrolló la trama de la novela de Fogwill:



miércoles, 3 de abril de 2013

Fogwill, Malvinas y las drogas

La primera y última vez que subo un texto con aire de discurso, y encima sobre un tema que toca la política:


“Los diarios hablan de todo, salvo de lo diario. Los diarios me aburren, no me enseñan nada; lo que cuentan no me concierne, no me interroga y, de antemano, no responde a las preguntas que hago o que quisiera hacer.”
Georges Perec.

Ya se ha hablado muchísimo sobre la Guerra de las Malvinas, desde hace más de treinta años que persisten diferentes opiniones, críticas y contra-críticas, narraciones verosímiles de los hechos y narraciones aún más verosímiles de los hechos, escándalos mediáticos, reclamos de un lado, del otro. Ya hace más de treinta años que los dos de abril se llevan a cabo actos patriotas en donde se conmemora el aniversario del conflicto bélico. Y las islas siguen siendo inglesas. Parece que con el imperialismo no se puede batallar. Esto produce desazón. Para la desazón, casi siempre hay que buscar una salida. Mi salida personal se llama Rodolfo Fogwill.
Fogwill fue un escritor y sociólogo argentino, autor de uno de los pilares de la literatura nacional: Los pichiciegos. La temática habla sobre las Malvinas, y brinda una interpretación inédita de los hechos: contar la guerra desde dentro, dejando de lado todo traqueteo politiquero, y concentrándose en aspectos que parecen nimiedades pero que constituyen la esencia de lo acontecido. El sentir de los soldados, sus pequeñas alegrías, sus constantes padecimientos, sus deseos, sus ideas. Y justamente esto es lo que falta, lo que no se encuentra en las tapas de los diarios de la época (ni actuales), en las discusiones diplomáticas entre el gobierno argentino y el británico, en las distintas perspectivas y en quién tenía razón y quién no. Se excluyen a las miles de vidas que fueron a poner el pecho al sur, para exhibir “lo que importa”, “lo imprescindible”. Y antes de la patria, está el individuo. Entonces, ¿por qué no nos detenemos un poquito más en cada uno de estos individuos? Por eso la obra de Fogwill es ya imprescindible, porque a la vez que exhibe cómo se vivió ese período de guerra, con el frío que calaba los huesos y la posibilidad de que una bomba explote y te haga volar por los cielos, es una crítica despiadada a la incomunicación reinante en la época de la dictadura, donde nada de lo que te vendían coincidía con la realidad. De ahí el nombre Pichiciegos: el “pichi” es un bicho que vive debajo de la tierra, y que es ciego. Metáfora que podría aplicarse como moraleja en el contexto actual. Una vez más, la ficción que es más real que lo que pretende ser real.
¿Qué sentían los soldados allá en Malvinas? Miedo. Pero miedo es una palabra nomás. Mejor dejar a la tinta de Fogwill que explique un poco en qué consiste:
“El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo –a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida-, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. Vas con ese miedo natural, constante, repechando la cuesta, medio ahogado, sin aire, cargado de bidones y de bolsas y se aparece una patrulla, y encima del miedo que traés aparece otro miedo, un miedo fuerte pero chico, como un clavito que te entró en el medio de la lastimadura. Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevás y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó. Uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse el gusto de sentir alivio cuando ese miedo chico –a un bombardeo, a una patrulla- pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda.”
¿Y por qué no utilizar el humor corrosivo, también? ¿Por qué no burlarse en la cara de los genocidas que nos gobernaron en la época de la dictadura? Según Marcos Aguinis, los humoristas que abordan asuntos políticos y bajan de un hondazo a los funcionarios con humo en la cabeza, gula de mando e ineficiencia administrativa le dan voz a la gente de a pie o a la sociedad amordazada. Y Fogwill también era un humorista, un humorista fino, que nos está dando voz, a saber:
“El coronel que nos habló la segunda vez se llamaba Víctor Redondo, pero tenía la cara medio triangular y finita. Me presentó a un piloto argentino que me dio la mano, me la apretaba y no me la soltaba. Miraba a los ojos: no parecía militar. Hablamos una hora sobre aviones. Después, al irme, sentí que le decían el nombre y no lo pude creer: ese se llamaba Cuadrado. ¿Sería casualidad? Tenía la carita redonda.”
Y como punto final, nada más y nada menos que el final real, el final de la guerra. Un final que es apertura para plantearnos miles de temas a nivel país e individuo. ¿Estamos conmemorando, de verdad, a los mártires de Malvinas?:
“No sabían cómo terminaba, pero sabían que terminaba. Era como en el cine, cuando se sabe que la función se acaba porque atrás ya andan los acomodadores estirando las cortinas, pero se desconoce cómo termina la película, quiénes mueren, quiénes pierden, quién se casa con quién.”


Esto es lo que tuve que leer hoy en el acto de mi escuela para conmemorar los 31 años y un día de la Guerra de Malvinas. Y recién me pasó algo muyyyyy curioso, una especie de causalidad. El otro día empecé a leer Vivir afuera, del señor Rodolfito Fogwill, después de terminar con Coetzee que casi me hace llorar con su visión tan desesperanzada de la vida (el tipo ganó el Premio Nobel de Literatura y tiene huevos, todavía, para hablar del fracaso!!!!!). Bueno, como decía, pasando las páginas de Vivir afuera me encuentro con un fragmento que me hubiese gustado agregar al "discurso", así me echaban de la escuela. Una mina, Susi, está en la garita esperando a su amigo el Pichi, frenan dos canas, llega el Pichi, y se da cuenta que éste va a hacer un maneje con los oficiales. También está su amiga, Mariana, una prostituta, que acompaña al Pichi. Ahí va:

Pudo escuchar desde el alero: los tipos reían y se asombraban de la cantidad de droga que Mariana era capaz de esconder en la vagina. Esta vez, habían sido dos preservativos llenos de productos y ellos querían saber:
-¿Es pura?
-Y yo qué se... -escuchó que decía el Pichi-. Es la parte que me tocó de una mejicaneada en Palermo.
Mentía: todas las mejicaneadas -lo sabía bien Susi- eran en la zona norte de la provincia. Oírlo mentir y hablar de mejicaneadas, y esa seguridad que empezó a sentir desde la primera pitada del cigarrillo, le estaban devolviendo el aliento. Escuchaba:
-¿Pero no la probaste? -quería saber uno, parecía la voz del de civil.
-¡Ni en pedo! Yo no toco esa mierda... -les contestaba el Pichi.
Eso sí era verdad. El Pichi nunca tomaba drogas, ni pastillas. Porro fumaba siempre y en todos los barrios por los que andaba escondía sus canutos: bolsitas de celofán de cigarrillos con dos porritos armados, o con picadura como para armar media docena de finos. Tenía canutos en huecos de árboles, en medidores de gas, en junturas de chapas -en esa misma casilla debía haber alguno de sus canutos- y en lugares donde nadie se le hubiera ocurrido buscar.
A veces perdía algún embute -llamaba "embute" a sus canutos- y andaba como loco pensando y frotándose las manos hasta que la cara se le iluminaba de alegría, y gritando "me lo acordé", salía para aparecer al rato con un manojo de cigarrillitos entre los dedos, como si fuera a fumáselos todos de una vez.
O entraba cantando:
-¡Hola chicoooos! ¡Llegó Papá Noel!
Y repartía porro para todos.
También era verdad que él pensaba que las drogas eran una mierda. Siempre decía:
-La coca, el ácido, las pepas y las anfetas son una mierda, son drogas inglesas...
Que algo fuera inglés era lo peor que sabía decir el Pichi. Últimamente que estaba metiéndose en mejicaneadas por la zona norte, cuando aparecía con plata, o con droga para cambiar, explicaba:
-Anoche reventamos a unos ingleses -aunque jamás hubiera ingleses para apretar, y aunque la mayoría de los revendedores que apretaban fuesen villeros de San Isidro o de la zona de El Tigre, o bolivianitas petisas y deformadas que a lo último que podían parecerse sería a un inglés."

Gente, esto se llama de una única manera: ¡¡¡¡¡Escribir sin prejuicios, mierda!!!!!

domingo, 31 de marzo de 2013

Albert Einstein, un artista

Mi relación con la literatura empezó por error, como todas las cosas que valen la pena.
Recuerdo que cuando era chico le preguntaba a mis viejos sobre símbolos matemáticos como el porcentaje, que veía en la calculadora, y que no sabía para qué mierda servían. Ellos me explicaban pero estaba muy lejos de captar la idea redonda.
Después vinieron las ciencias fácticas, y me empecé a interesar por la química, la física, la astronomía, etc. Ahí el terreno tocaba más lo real, así que me sentí cómodo. Sin embargo, en mi casa el único material que había sobre los temas que me interesaban eran libracos de la facultad, y el famoso Encarta. Los leía, no entendía un choto, miraba vídeos, imágenes... Me hice un incipiente conocimiento general agarrado de los pelos. Al menos sabía lo que era un átomo, lo que era una molécula.
Miraba Dexter. Quería ser como Dexter: tener un laboratorio secreto y hacer experimentos con todo tipo de cosas. Y el laboratorio no podía estar compuesto de libros nomás. Tenía que tener cierta estética. ¿Qué hice? Boludeces, a saber: 1) agarré dos cables y muchos escarbadientes, y fabriqué una especie de ADN, 2) compré pelotitas de telgopor o como se escriba y, uniéndolas de nuevo con los escarbadientes, hice el cloruro de sodio (que todavía lo tengo, medio roto), 3) maté un pobre abejorro y lo disequé con formol, le clavé un alfiler.
En fin, mi laboratorio iba adquiriendo estilo. Hasta que un día me di cuenta que todo lo que estaba haciendo no tenía una base sólida, es decir, si algún día venía un científico y me empezaba a preguntar cosas específicas, iba a responder como el culo porque en el fondo sabía poco y nada de todo lo que hacía. Si había algún fin, era lúdico, calculo. Me decepcioné, y me refugié en novelas que andaban pululando por mi casa... y así conocí esta mierda que me vuelve tan loco.
¿A qué voy con todo esto? La relación entre ciencia y arte. Veo ambas cosas ligadas, ya que no perdí del todo mi "pasión" por la primera. Y por eso quiero colgar, primero, una foto que describe gráficamente lo que estoy diciendo, y segundo, un documental sobre uno de mis ídolos... Con ustedes, Albert Einstein:

Dejame de joder, no podés ser tan groso...


La teoría de la relatividad.

lunes, 25 de marzo de 2013

Mi hermana, sus ocurrencias

Bajé a la cocina para hacerme un café, me detiene mi hermanita de once años y me dice que en la escuela estuvieron dando algo sobre los cronopios de Cortázar. Me pregunta qué son. No se qué contestarle. Subo, agarro el libro Historias de cronopios y de famas y se lo doy a ver qué onda. Empieza a hojear, se detiene cada tanto. Lee uno de los micro-relatos... La veo que hace muecas, que le parece raro todo eso. Después levanta la mirada y me dice: "Ayyyyy qué tierno!!!!!!!!!!" Se calla, vuelve a la hoja, me mira, agrega: "Quiero tener un cronopio de mascota". Hacía tiempo que no me sentía tan realizado como en ese momento. Y todavía tengo cosquillas en la panza.
Esto es lo que leyó:




"Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles."


"Ay qué tierno!!!!!!!"

...

domingo, 24 de marzo de 2013

Todos los días son domingo

Mañana es lunes. Eso significa que hoy es domingo. Como todos los domingos no tengo ganas de vivir, tampoco tengo ganas de escribir (puede haber excepciones a esta regla, muuuuuuuuchas, diría que la regla es al revés, se escribe cuando uno no tiene ganas de vivir, pero hoy es domingo, que es la excepción a otra regla, la regla del devenir de los días, por lo tanto...). Al grano: les dejo un cuento tristón, de Benedetti, sobre los domingos:

TODOS LOS DÍAS SON DOMINGO



Quand on est mort, c'est

tous les jours dimanche.
Jean Dolet.




La campanilla del despertador penetra violentamente en un sueño vacío, despojado, en un sueño que sólo era descanso. Cuando Antonio Suárez abre los ojos y alcanza a ver la telaraña de siempre, aún no sabe dónde está. En el primer momento le parece que la cama está invertida. Luego, lentamente, la realidad va llegando a él, y le impone, objeto por objeto, su presencia. Sí, está en su habitación, son las once de la mañana, es viernes cuatro.
El sol penetra a través de la celosía y forma impecables estrías sobre la colcha. Inexorable y rutinaria, la pensión organiza su ruido. Doña Vicenta discute con el cobrador del agua y sostiene que no puede haber consumido tanto. 
- Tal vez haya una pérdida -dice el cobrador. 
- Pero para ustedes es una ganancia, no? -contesta ella, enojada, afónica, impotente. 
Alguien tira de la cadena del cuarto de baño. A esta hora no puede ser otro que Peralta, quien siempre ha sostenido con orgullo: "En esto soy un cronómetro". El avión de propaganda pasa y repasa: suautoloespera endelasovera. Por qué no te morís, dice, a nadie, Antonio, también como parte de la rutina. Se sienta en la cama y el elástico cruje. Se despereza violentamente, pero debe interrumpirse porque tiene un calambre en el pie derecho. Al detenerse, tose. La boca está amarga. El pijama, limpio pero arrugado, queda sobre la cama.
Hoy no se va a bañar, no tiene ganas. Además, se bañó ayer, antes de ir al diario. Ufa con el calambre. Apoya el pie sobre la cama y se da unos masajes. Por fin se calma. Mueve un poco los dedos antes de meter el pie en la zapatilla. Camina hasta la mesita donde está el primus. Le pone alcohol y lo enciende. Coloca encima la caldera que anoche dejó con agua.
Está desnudo frente al espejo. Se pasa los dedos a los costados de la nariz, como alisando la piel. Advierte un granito y, con ayuda de la toalla, lo revienta. Abre la canilla. Entre el jabón verde y el jabón blanco, elige el verde. Se enjabona enérgica y rápidamente la cara, el pescuezo, las axilas. Luego abre al máximo la canilla y se enjuaga, mientras da grandes resoplidos y desparrama bastante agua. Se fricciona con la toalla y la piel queda enrojecida. Se lava los dientes y las encías le sangran.
Antes de empezar a vestirse, llena el mate y echa un poco de agua, para que la yerba se vaya hinchando. Recoge el diario que alguien deslizó por debajo de la puerta y lo arroja sobre la cama. Abre a medias una persiana. No hace mucho calor y en cambio hay viento, así que cierra la ventana. Aparta un poco el visillo y mira hacia afuera. Por la vereda de enfrente pasa un cura. Después, un tipo con portafolio. Ahora una muchachita con la cartera colgada del hombro. Pero la imagen es estorbada por la masa de un ómnibus. Seguramente un expreso. Por la calle Marmarajá no pasa ninguna línea. Después del ómnibus ya no hay más muchacha.
Antonio se sienta sobre la cama y se pone los calcetines, luego los zapatos. Siempre igual. Todas las mañanas se pone los zapatos antes que los calzoncillos y después éstos se le ensucian al pasar los tacos. Todas las mañanas se propone invertir el orden. Ahora ya es tarde, paciencia. La ropa interior está sobre la silla. En invierno la camiseta le aprieta las axilas. Por eso es mejor ahora, en otoño; no hace falta camiseta. Pero hoy se pondrá camisa y corbata. Antes de ir al diario, tiene que pasar por el cementerio. Se cumplen cuatro meses.
- Antonio, tiene gente -dice, desde el patio, doña Vicenta.
Él da vuelta la llave, abre la puerta, y se hace a un lado para que pase un hombre de estatura mediana, semicalvo, fornido.
- Qué tal?
El recién llegado le tiende la mano y se acomoda en una de las dos sillas, la que tiene almohadón.
- Querés un mate?
- Bueno.
- A qué hora te fuiste ayer?
- Hice dos horas extra. Se armó un pastel de la gran siete.
- Por suerte yo no tuve que quedarme. Estaba reventado.
El recién llegado chupa a conciencia la bombilla. Chupa hasta que la yerba se queja.
- Está fenómeno -dice, al alcanzarle el mate a Antonio-. Vengo por encargo de Matilde.
- Está bien Matilde?
- Sí, está bien. Dice si querés venir a comer con nosotros el domingo.
Antonio se concentra en la bombilla.
- Mirá, Marcos, no sé. Todavía no tengo ganas de andar saliendo.
- Tampoco te podés quedar aquí, solo. Es peor.
- Ya sé. Pero todavía no tengo ganas.
Antonio se queda un rato mirando en el vacío.
- Hoy se cumplen cuatro meses.
- Sí.
- Voy a ir al cementerio.
- Querés que te acompañe? Tengo tiempo.
- No, gracias.
Marcos cruza la pierna y aprovecha para atarse los cordones del zapato.
- Mirá, Antonio, vos dirás que qué me importa. Pero lo peor es quedarse solo. Le empezás a dar vuelta a los recuerdos y no salís de ahí. Qué le vas a hacer. Vos bien sabés cómo queríamos nosotros a María Esther. Matilde y yo. Vos bien sabés cómo lo sentimos. Ya sé que tu caso no es lo mismo. Era tu mujer, carajo. Eso lo entiendo. Pero, Antonio, qué le vas a hacer?
- Nada. Si yo no digo nada.
- Eso es lo malo, que no decís nada.
Antonio abre un cortaplumas y se pasa la hoja más pequeña bajo las uñas.
- Es difícil acostumbrarse. Son veinte años juntos. Todos los días. Yo hablo poco. Ella también hablaba poco. Además, no tuvimos hijos. Éramos ella y yo, nada más. Del trabajo a casa, y de casa al trabajo. Pero ella y yo juntos. No importaba que no habláramos mucho. Una cosa es estar callado y saberla a ella enfrente, callada, y otra muy distinta estar callado frente a la pared. O frente a su retrato.
Marcos no puede evitar una mirada al portarretrato de cuero, con la sonrisa de María Esther.
- Está igualita.
- Sí, está igualita.
- La colorearon bien.
- Sí, la colorearon bien. Me la regaló cuando cumplimos quince años de casados.
Por un rato sólo se escucha el ruido de la yerba, cada vez que el mate se queda sin agua.
- Sabés cuál fue mi error? No haber aprendido nada más que mi oficio. No haberme preocupado por tener otro interés en la vida, otra actividad. Ahora eso me salvaría. Claro que después de una jornada de linotipo, uno queda a la miseria. Además, nunca se me pasó por la cabeza que fuera a quedarme viudo. Ella tenía una salud de roble. Yo, en cambio, siempre tuve algún achaque. Sí, la salvación hubiera sido tener otra actividad.
- Siempre estás a tiempo.
- No, ahora no tengo ganas de nada. Ni siquiera de entretenerme.
- Y al fútbol, no vas nunca?
- No iba ni de soltero. Qué querés, no me atrae.
Antonio pone otra vez la caldera sobre el primus, a fuego lento.
- Por qué no usás un termo?
- Se me rompió la semana pasada. Tengo que comprar.
Marcos vuelve al ataque.
- Realmente te parece conveniente seguir viviendo en la pensión?
- Son buena gente. Los conozco desde que era chico. No habrás pensado que fuera a conservar el apartamento. Allí sería mucho peor. Menos mal que el dueño me rescindió el contrato.
- A él le convino. Ahora debe estar sacando el doble.
- Pero yo se lo agradecí. No quería volver más. No he pasado ni siquiera por la esquina.
Marcos descruza las piernas. Empieza a silbar un tango, despacito, pero enseguida se frena.
- No precisa que te lo repita. En casa, el altillo está a tu disposición. Tiene luz. Y enchufe. Y o es frío. Además, tendrías toda la azotea para vos.
- No viejo. Te lo agradezco. Pero no me siento con ánimo de vivir con nadie. Ustedes no me arreglarían. Y yo los desarreglaría a ustedes. Fijate qué negocio.
Marcos echa un vistazo al despertador.
- Las doce ya.
Se pasa la mano por la nuca.
- Supiste que la semana pasada estuvo el viejo Budiño en el taller? Fue en la noche que tenés libre.
- Algo me contaron.
- Se mandó el gran discurso. Aquello de poner el hombro y yo me siento un camarada de ustedes. Siempre hay alguno nuevo a quien le llena el ojo. Yo lo miraba a ese botija que entró de aprendiz. Tenés que ver cómo abría los ganchos. Parecía que estaba escuchando a Artigas. A la salida lo pesqué por mi cuenta. Pero me miraba con desconfianza. No hay caso. Eso no se puede aprender con la experiencia de otros.
- Viste el editorial de hoy?
- Qué hijo de puta.
- Me tocó componerlo a mí. Le encajé una errata preciosa, pero ya vi que la corrigieron.
- Tené ojo.
- Ese crápula no afloja ni cuando está enfermo.
- Será cierto que está enfermo?
- Dicen que si. Algo en las tripas.
- Ojalá reviente.
Marcos deja el mate sobre la mesita, junto al primus.
- Te vas?
- Sí, ya que no querés que te acompañe, me voy a casa.
- Hoy tenés libre?
- Si.
- Bueno, dale saludos a Matilde y decile que voy a pensar lo del domingo.
- Animate y vení, hombre.
- De aquí al domingo, hay tiempo. Te contesto en el diario.

Después que cierra la puerta. Antonio se queda un rato tirado en la cama, con los pies afuera para no manchar la colcha. Media hora después, se pone el saco y se va.
Camina sin apuro hasta Agraciada; luego, por Agraciada hasta San Martín. No recuerda si el ómnibus es 154 o 155. Una lástima no haber tenido un hijo. Aunque hubiese sido callado, tan callado como él y María Esther. Por lo menos, ahora tendría a alguien que respaldara su silencio. Edmundo Budiño. Una bazofia. Será un síntoma de vida, una probabilidad de recuperación, sentir aún esta rabia tranquila? Cuando los editoriales del viejo Budiño llegan a su linotipo y no tiene más remedio que componerlos, se le revuelve el estómago. Esa capacidad para despreciar, esa insensibilidad para mentir, ese encarnizamiento para venderse, qué asco.
Es el 154: Cementerio del Norte. Tiene que hacer un esfuerzo para subir con el ómnibus en movimiento. Desalentadamente, el guarda estimula a que se corran en el pasillo. Antonio trata de avanzar, pero no puede. Una mujer ancha, con un chico en brazos, obstruye sus buenas intenciones. El chico tiene como doce años. Un hombre de overoll, que ocupa un asiento, mira de pronto hacia arriba, ve aquel conglomerado humano y encuentra además la mirada compulsiva de la mujer, una mirada que exige un asiento. El hombre ríe, con la boca cerrada y soplando por la nariz.
- Tome asiento, señora -dice al levantarse.
La mujer se sienta y coloca al muchacho sobre sus rodillas. Las robustas piernas del chico cuelgan hacia el pasillo. El mismo hombre de overall aprovecha para vengarse.
- Adónde lleva al nene? A que lo afeiten?
Las risas de los treinta y dos pasajeros sentados y los veintiocho pasajeros de pie que autoriza el reglamento municipal cubren totalmente la acusación de guarango que, enardecida, formula la mujer. También Antonio se ríe, pero la vergüenza del muchacho le inspira lástima. 
Al llegar a Larrañaga, consigue asiento. No trajo el diario. Últimamente lee apenas los títulos, además de lo que le toca componer en el taller. Pero no es lo mismo. Tantos años de oficio; al final, todo se vuelve mecánico. Le da lo mismo componer Sociales que Deportes, Policía que Gremiales. Lo único que atrae su atención es la letra enorme, nerviosamente construida con lápiz de carbonilla, de los editoriales. Siempre vienen llenos de manchas, probablemente de grasa. Lo revuelven, pero lo atraen. En varios aspectos, son los originales más sucios que Antonio ha compuesto en su vida.
Bajan varias mujeres. Menos mal. Para descender, espera que el ómnibus se detenga totalmente. En la puerta del cementerio, se acerca al puesto de flores.
- Éstas ocho pesos y éstas doce -dice el hombre por el costado del cigarrillo.
Naturalmente, es un robo. Pero no puede hacerle eso a María Esther. No puede ponerse a regatear.
- Déme las de doce.
Avanza por el camino central, a pasos largos. La tierra está húmeda y él no trajo zapatos de goma. Son tan parecidas las lápidas. Esa que dice: A Carmela, de su amante esposo, es casi igual a la que él busca y encuentra. Nada más que esto: María Esther Ayala de Suárez. Qué más? Por la avenida central está entrando lentamente un cortejo. Ocho, diez, doce coches. Todo aquí va despacio. Aun las paladas de aquellos dos peones que preparan un pozo. María Esther Ayala de Suárez. La zeta negra no sigue la línea, ha quedado más abajo que el resto de las letras. Las mayúsculas son lindas. Sencillas, pero lindas. Qué más? En este instante toma la resolución de no volver. María Esther no está con él, pero tampoco está aquí. Ni en un cielo lejano, indefinido. No está, simplemente. A qué volver? No sirve de nada. La mujer del saco negro se suena ruidosamente la nariz.
Antonio saca las manos de los bolsillos y empieza a caminar hacia la avenida central. Otro cortejo desemboca en la entrada. Se va acercando lentamente. Desde el interior de uno de los autos, una chiquilina, flaca y de trenzas, mira a Antonio y le muestra la lengua. Antonio espera que cierre la boca a ver si sonríe. Al fin, ella guarda la lengua, pero se queda seria.
Sólo ahora, Antonio se fija en las iniciales que ostenta la carroza: E.B. Por un instante le salta el corazón. No sabía que aún tuviese semejante vitalidad. Trata de serenarse, diciéndose a sí mismo que no puede ser, que esas iniciales no pueden corresponder a Edmundo Baudiño. No es un entierro suficientemente rico. Además, cada clase tiene su cementerio y la de los Budiño no corresponde precisamente al Cementerio del Norte. 
Con todo, se acerca a uno de los coches que está momentáneamente detenido y pregunta al chofer de la funeraria: 
- ¿Quién? 
- Barrios -dice el otro-. Enzo Barrios.

Pensativo...